Me gusta la historia que me encuentro hoy en el relato de Hechos. Me gusta porque se me hace cercana y real y porque tiene muchos detalles que me llaman la atención y que me resultan muy valiosos en la oración de hoy.
Lo primero con lo que me quedo es que cuenta una historia de una «conversión» concreta, con nombre propio. Lidia era una mujer normal, cualquiera, una más entre muchas muchachas judías que aquel día habría ido a orar como de costumbre al lado del río. Lidia era judía y pertenecía ya a una gran comunidad de fe. Lidia soy yo. O tú.
La «conversión» de Lidia no es fruto del buen hacer de Pablo, de sus sabias palabras, de su psicología, de la calidad de su discurso, de lo profundo de la charla… Pablo se acercó a hablar con ella, a charlar. Y de un hablar y un escuchar… Dios saca su milagro. ¡Es el Señor! ¡Él es quien abre el corazón! ¡Es el Espíritu que actúa y sopla, el que marca los tiempos y empuja las vidas, el que desbarata los planes y pone patas arriba incluso aquello más estable en la vida de uno!
La escuha de Lidia… Cuánto me cuesta a mi escuchar… ¡Cuánto desearía poseer el don! Sé que lo puedo trabajar y entrenar pero ¡me cuesta tanto! Es en la escucha donde el Espíritu se manifiesta…
Y luego… a casa. La casa como lugar de encuentro, como lugar de pertenencia, como lugar de compartir lo mejor que tengo, lo poco que poseo. La casa para el hermano, lugar de descanso para el que lo necesite. Una imagen muy betaniana y muy mía, muy nuestra. Nuestro matrimonio tiene uno de sus pilares en esa concepción de la casa.
En fin… ¡cuánto! ¿Verdad?
Un abrazo fraterno