Recientemente, esta cruz ha cobrado especial relevancia en mi vida.
Un día lo contaré despacio.
Hoy os dejo con su historia y su significado (extraido del directorio franciscano).
En el año 1206, el Señor ordenó a Francisco, por medio de un sueño, que regresara de Espoleto a Asís, y que esperara aquí hasta que Él le revelase su voluntad (cf. TC 6). Ya en su tierra, Francisco empezó a orar intensamente para poder reconocer la voluntad divina. Para esta oración, iba con afecto preferente a la pequeña iglesia de San Damián, que se encontraba fuera de los muros de la ciudad. Allí había un antiguo y venerable crucifijo. Y este crucifijo habló un día a Francisco y le dijo: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10).
Nosotros veneramos este crucifijo porque nos recuerda un momento decisivo de la vida de nuestro padre san Francisco. Pero este crucifijo tiene además una expresividad que, desde el punto de vista teológico, es de una riqueza única. Contemplémoslo, pues, una vez más en todos sus detalles.
Nuestro Salvador no aparece desgarrado por el sufrimiento. Más bien parece que está de pie sobre la cruz, con una paz inmensa. ¿Acaso no sufrió verdaderamente la pasión de la cruz como vencedor del pecado, del infierno y de la muerte? Sí, Él sufrió la cruz, la muerte; pero ésta no lo destrozó. Fue Él, más bien, quien la tomó sobre sí para destruirla.
Imaginémonos la cruz sin el cuerpo del Señor crucificado. Detrás de los brazos abiertos se abre entonces la tumba vacía, tal como la encontraron las piadosas mujeres la mañana de Pascua de Resurrección. Y efectivamente, en los extremos de los brazos de la cruz podemos ver a las mujeres que están llegando a la tumba vacía. Además, a ambos lados de la cruz, debajo de cada uno de los brazos del Crucificado, podemos reconocer a dos ángeles que, delante de la tumba, dialogan animadamente, mientras con sus manos señalan al Señor. Se trata de los ángeles que hablaron de la Resurrección de Jesucristo a quienes creían en Él.
Sobre la cabeza del Crucificado vemos, en un círculo de un rojo luminoso, al Señor que sube al cielo. Lo rodean coros de ángeles exultantes. En la mano izquierda lleva la cruz como trofeo de su victoria. Y en la cima, en el extremo superior de la cruz, en un semicírculo, está representada la diestra del Padre.
Así pues, en esta cruz se encuentra representada la entera obra de salvación de nuestro Señor, tal como la expresamos en el Credo: «Crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre».
En el Credo decimos también: «Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos». Y también esto está representado en la cruz. Al pie del crucifijo pueden verse, aunque muy estropeadas por el paso de los siglos, las pequeñas figuras de los apóstoles que miran a lo alto, hacia el Señor: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo» (Hch 1,11).
Con esto no termina lo que nos dice el crucifijo. El Señor llevó a cabo la obra de la salvación para nosotros los hombres. Seremos partícipes de la salvación si hemos estado de su parte. Esto significan los personajes que están a derecha e izquierda del cuerpo del Crucificado. Las figuras pequeñitas que están en los márgenes de la cruz, a la altura de las rodillas de Cristo, son: el soldado con la lanza (a la izquierda del que mira) y un judío que se está burlando del Señor (a la derecha).
Quien está contra el Señor es un hombrecito pequeño e insignificante. Mientras se vuelve grande quien reconoce al Señor y está de su parte. Esto lo vemos expresado en las figuras grandes: a la izquierda del que mira, debajo del brazo derecho de Cristo, María la Madre de Dios y el apóstol san Juan; a la derecha del que mira, debajo del brazo izquierdo de Cristo, María Magdalena, María la madre de Santiago y el centurión romano. Además, por encima del hombro izquierdo del centurión se puede advertir un rostro pequeño. Con mucha probabilidad se ha inmortalizado aquí el artista desconocido, autor del crucifijo.
A la altura de la pantorrilla izquierda de Cristo, en la parte derecha de quien mira, sobre la franja de color negro, está pintado un gallo. Éste quiere sin duda decirnos: «¡Cuidado y no te sientas demasiado seguro! Ya una vez hubo uno que estaba convencido de su inquebrantable fidelidad al Señor. Pero renegó de Él antes que el gallo cantase».
No existe otro crucifijo teológicamente tan rico. Expone ante nosotros toda la obra de la salvación. Al mismo tiempo, nos exhorta a salir al encuentro, en la manera debida, de esta obra de salvación.
A través de este crucifijo Dios habló a Francisco y lo llamó al servicio de la Iglesia. En aquella ocasión él respondió:
«Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).
¿Acaso esta oración no debería convertirse en nuestra propia oración? Porque también nuestra vocación era y es llamamiento al servicio de la vida interna de la Iglesia.