¡Ay de nosotros si alejamos a los hombres de Dios! (Mt 23,13-22)

¡Ay de nosotros! ¡Duro será el Señor con nosotros si con nuestras palabras, con nuestras acciones, con nuestros silencios, hemos alejado a algún hombre o a alguna mujer de Dios! ¡Ay de nosotros!

Trago saliva. Lo hago porque es posible, más de lo que parece, que por muy creyente que sea, por muchas Ciencias Religiosas que haya estudiado, por mucha Fraternidad a la que pertenezca, por muy vocacionado que me sienta, por muchas Eucaristías en las que participe… no siempre acerque a otras personas a Dios, sino más bien lo contrario. Trago saliva.

El tono de Jesús es ciertamente duro en el Evangelio de hoy. Fue Él el que dijo aquello de «Yo he venido a este mundo para hacer juicio, para que los ciegos vean y los que se ufanan de ver se vuelvan ciegos.» Líbreme Dios de ufanarme de ver. Siendo consciente, a veces caigo en ello. Por creerme importante, por soberbia, por orgullo, por necesidad de reconocimiento… el caso es que la tentación siempre está ahí. Jesús me pide humildad, sabiéndome el primero en el mundo de los ciegos.

Tomar conciencia de lo pequeño que soy, de lo mucho que fallo, de lo necesitado que estoy de su perdón y de su amor, ayuda a prevenir estas actitudes prepotentes. Ayúdame, Padre. Ayúdame a abajarme, a servir, a lavar los pies de mis hermanos, a ser el último.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

Vestirse de fiesta (Mt 22,1-14)

Es una obligación. Vestirse de fiesta. No es vestirse con lujo, ni de marca, ni con excesos prescindibles. Es, sencillamente, ser consciente de que el lugar al que uno ha sido invitado merece lo mejor. ¡Eso es! ¡Vestirse con lo mejor que uno tiene! El Reino de Dios, el Banquete al que hemos sido invitados, la vida que se nos invita a vivir, el Amor que se nos entrega, pide que correspondamos con un corazón «de etiqueta», no con un corazón en bermuda y chanclas, recién levantado de la cama, despeinado y dejado.

Esa exigencia de Dios es, en realidad, maravillosa. Es bueno que nos exija dar lo mejor, sacar lo mejor. Exigiéndonos eso, nos ayuda a tomar conciencia de lo agradecidos que debemos estar, de lo «especial» de la ofrenda, del derroche de misericordia que nos vamos a encontrar.

Nuestro Dios es un Dios de y para los pobres, enfermos, descartados, pecadores… pero no un Dios de pasotas, dejados, desagradecidos e indignos.

¿Qué es vestirse de fiesta en el Banquete de la Vida? Pues dar lo mejor de ti, mirar con esperanza al mundo, sentir el dolor del mundo pero no dejar que la oscuridad te arrolle, ofrecer tus dones a los otros, estar alegre, orar, dar gracias y confiar, cuidar tu alma y tu cuerpo, saborear los placeres pequeños del día a día, saberse elegido o elegida, amado, amada. Y corresponder.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

Dios lo puede todo (Mt 19,23-30)

Hay horas, días, etapas, momentos históricos, en los que cuesta mantener la esperanza. La avalancha de negligencias, maldades, violencias, catástrofes e injusticias es tal que uno querría meterse en alguna cueva y no salir hasta que todo hubiera escampado. La tentación de aislarse está ahí. Es la tentación de no asumir el dolor del mundo, el grito desgarrado de una humanidad que sufre.

Ciertamente no todas las épocas son iguales pero no menos cierto es que siempre ha existido una humanidad sufriente que sólo puede aspirar a las migajas del bienestar de la pequeña parte que parece controlarlo todo, con tal de que no le quiten la hamaca y el entretenimiento.

Son días en los que cuesta mirar al cielo, en los que es más necesario que nunca interpelar a Dios y pedirle que pare esto, que cambie corazones, que insufle vida y que nos libre de tanto mal.

Hoy la Palabra nos trae unas palabras de Jesús que es a lo único a lo que nos podemos agarrar: DIOS LO PUEDE TODO. Aquello que a nosotros nos parece imposible, aquello que a nosotros nos parece inabordable, aquello que a nosotros nos parece que no tiene solución, aquello que parece estar ya muerto para siempre… Dios puede darle la vuelta. Él puede. Lo hizo en Egipto, lo hizo en Betania, lo hizo con la hija de Jairo, lo hizo, en definitiva, con su propia muerte.

Recemos. Pidamos. Confiemos. Dios lo puede todo.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

¿Cumplimiento o enamoramiento? (Mt 19,16-22)

Si sólo fuera cumplir una serie de normas, sería más fácil ser cristiano, aunque tal vez menos apasionante. No es buena hora para los cumplidores. No lo ha sido desde la llegada de Jesús de Nazaret.

Jesús me invita a seguirle, a vincular mi vida a la suya, a «casarme» con Él. La fe que me propone es más de enamorado que de CEO manager. Seguirle se parece más a un matrimonio que a un club privado. Porque lo que Jesús me propone es utilizar mi libertad para elegirle, sin medias tintas. Porque no hay medias tintas en el amor.

Mi vida de creyente todavía huele a cumplimiento en muchos aspectos. La doctrina, las leyes y guías de Nuestra Madre Iglesia, a veces siguen siendo vividas como un «checklist» que hay que cumplir para ganarse el cielo y, lo que es más importante, no caer en el olvido de un infierno venido a menos pero que todavía pesa mucho. ¿Cuál es el problema? Que si la salvación fuera cumplir un checklist no hubiéramos necesitado a Cristo para nada. Cada uno sabría lo que tiene que hacer y sabría que, si cumple, se salva. Nos salvaríamos por nuestros méritos y no por el amor de Dios. Pero esto no va a así.

Méritos tengo pocos, cada vez tengo menos. Por eso, en el fondo, la exigencia al joven rico, que le hace marcharse triste y apenado, es, en el fondo, una liberación para mí. ¿Por qué? Porque no se trata de cumplir. Si fuera por eso, estaría suspenso. No cumplo muchas cosas. Fallo en muchas otras, me quedo a medias, soy mediocre. Pero no va de eso. Va de hacer vida con Cristo, de enamorarse de Él, de dejar «a mi padre y a mi madre» para unirme a Él, de tenerle en el centro, de construir mi vida con Él, de mirar como Él lo hace, de educar el corazón para que se parezca al suyo. En esto soy también mediocre a ratos pero el aroma es otro. Espero que el Señor, en su misericordia, me vea con buenos ojos. Intento cada día quererlo mejor y dejarme querer más por Él.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

Abandonar, unir y recrear. Esto es el matrimonio. (Mt 19,3-12)

«El que pueda con esto, que lo haga», dijo Jesús sobre el proyecto de unión de un hombre y una mujer. Yo me atrevería a decir más: «el que quiera contar con el Espíritu, que lo haga». Porque sin duda, el matrimonio es un proyecto, una aventura, una cumbre difícil de conquistar pero con unas vistas maravillosas, arriba y durante el trayecto.

En este mundo «flower-power» y «misterwonderfuliano» en el que vivimos, parece que sólo estamos preparados para compatibilidades absurdas, donde los miembros de la pareja coincidan en hobbies, sensaciones, intereses y perspectivas sobre todo lo que les rodea. Se mantiene el legítimo sueño de encontrar a alguien que nos quiera pero la traducción que hacemos de eso es infantil, empalagosa y lowcost. Muchos quieren alguien que les «sirva» para ser felices.

El primer paso es ABANDONAR. El matrimonio es un proyecto que, como todo lo que viene de Dios, requiere cierta «exclusividad». Efectivamente, casarse no es invitar a alguien a unirse a lo que uno ya tiene de antemano sino más bien lo contrario: en la decisión de casarse, uno elige proyectar su vida con alguien más, con alguien que pasa a ser algo más que un compañero o compañera de camino, con alguien a quién le entrego lo que soy para, juntos, crear algo nuevo. Y eso implica dejar muchas cosas. ¿Con el matrimonio se pierde libertad? Depende cómo lo entiendas pero si hablamos de la libertad como se entiende normalmente, sí, se pierde libertad, porque tu vida ya no es sólo tuya. Eso es algo maravilloso y apasionante, clave principal de que el proyecto comience y brote con ciertas garantías. Casarme contigo es decirte que me entrego a ti, que dejo de ser sólo mío, que me pongo en tus manos, que me la juego contigo, que estoy dispuesto a subir a la cumbre en tu compañía, dispuesto a amarte antes que a pedirte que me ames.

UNIRSE a alguien no es ser compañeros de juegos y sueños. Casarse no es fundar una empresa con otro socio. Casarse no es ver mundo con mi amiga o amigo del alma. Unirme a alguien es atarme a él, es apretar juntos un nudo mariposa que nos permita escalar con la garantía de que el otro me salvará de cualquier traspiés, de que no voy solo. Comprometerse en esta unión es vertiginoso. ¿Pero es que alguien se había pensado que casarse no da vértigo? ¡Mucho vértigo! Como todo lo importante de la vida, aquello que nos eleva, nos hace sentir vivos, nos hace tragar saliva, con la duda de si seremos capaces. Dios siempre ayuda. Es una tarea humanamente compleja, una labor trascendente que nos supera pero nos anchea, nos desarrolla, nos hace crecer.

La otra persona no viene al mundo para hacerme feliz. Ni siquiera nos complementa. No es mi media naranja. De la misma manera, los doce apóstoles no fueron elegidos por ser las personas más preparadas, las más idóneas para compartir rato con Jesús y sacar adelante su misión. Ni siquiera el grupo fue formado con criterios técnicos y sociológicos, psicológicos y humanos, para evitar roces, desencuentros y dificultades. Por eso, el proyecto de amor que el matrimonio representa excede todo eso. No puedo depositar en el otro la misión de plenificar mi vida. Pasamos a ser una sola carne, sí, pero sin anularnos como personas. Al revés, es el camino juntos en el que nos vamos reconfigurando, recreándonos, dando forma a lo que ya éramos. A veces a base de amor, de romanticismo, de viajes, de escuchas, de confidencias, de manos tendidas, de encuentros sexuales maravillosos y de sintonía personal. Otras veces, nos recreamos juntos a base de afrontar dificultades, situaciones dolorosas, desencuentros, discusiones, soledades, incomprensiones, egoísmos y sequedades. ¿O no es verdad que el caminante, que disfruta de recorrer mundo, no es consciente de no todo serán verdes llanura al sol? Pero si es cierto que no «desaparecemos» cada uno, es también necesario entender que surge un «nosotros» ya inseparable. Mi vida deja de entenderse si en el otro. Una nueva criatura brota. La creación sigue su curso.

Dios hace historia con nosotros. Y no nos deja. Sabe que la tarea es enorme y también las dificultades. Sabe también que pocas cosas hay más sagradas en su creación que un proyecto de amor entre dos personas que se eligen, que se ponen en sus manos y que deciden vivir el Reino de Dios como familia. ¿Puede fracasar? Puede fracasar, como todo en la vida. Pero creo que es necesario decir que puede triunfar. Es posible y es hermoso. Estamos llamados a grandes cosas, no a menudencias. Somos hijos de Dios. ¿Hay garantía mayor?

Aprovecho hoy, Señor, para dar gracias por mi matrimonio, imperfecto y en continuo crecimiento. Sigue sosteniéndolo y ayúdanos a querernos mejor cada día.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

¿Perdonar? Siempre. Y pedir perdón, también. (Mt 18,21–19,1)

Vengarse siempre es una tentación. Querer mal para aquel que nos ha hecho daño, también. Encerrarse en el foso del victimismo incurable, tentación. Pensar que no necesito el perdón, abrazarse al error y ser esclavo del orgullo, lo mismo.

La invitación de Jesús de Nazaret es practicar el perdón como el comer. Y cuando hablamos de perdón lo hacemos en doble dirección: saber perdonar al hermano que nos ha hecho daño y saber pedir perdón cuando somos nosotros los que hemos infligido dolor a otro.

Dios es perdón. Él perdona siempre. ¿A todos? A todos. ¿Todo? Todo. Es el padre de la parábola que no desea otra cosa que aquel que se ha perdido, vuelva a casa. Es el que perdona los pecados a la adúltera, sin condenarla, y la anima a no pecar más. Es el que, como a la samaritana, conoce nuestra vida, acoge nuestro caos, y nos ofrece aquello que calmará nuestra «sed» de felicidad para siempre. Dios es el que se agarra a la última astilla, del último troco que, ya en el precipicio, permite rescatarnos del abismo, como hizo con Dimas, el ladrón, ya en la cruz. Dios no sabe no perdonar. Su justicia es el amor. Sólo pide a cambio un corazón abierto a ese amor, a ese perdón, deseoso de una eternidad a su lado.

Perdonemos. Pidamos perdón. Y estaremos más cerca del paraíso.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

Un Dios entre nosotros (Mt 18,15-20)

«Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»

Así termina el Evangelio de hoy. No es un deseo, ni un futurible, ni una condición, ni una promesa. Jesús nos ofrece una certeza, una afirmación, un tiempo verbal en presente que actualiza permanentemente la presencia de Jesús en el mundo. Nuestro Dios es un Dios que vive entre nosotros.

Es un tiempo de individualismos, de individualidades, de egoísmos, de selfies, de amores propios mal entendidos… Jesús nos invita a juntarnos. Ese «dos o tres» es un mínimo que expresa algo más que un consejo. Nuestro Dios es un Dios comunitario. Él mismo, Trinidad, es comunidad de amor. No se entiende de otra manera. Está atado de pies y manos. Su manera de ser Dios es esa, siendo relación. Y quiere para nosotros lo mismo. Todas las personas que te rodean son hijos de Dios, tus hermanos, pero ciertamente es difícil sentir a Dios cerca sin concretar la cercanía. Tu comunidad es su cercanía. Tu parroquia, tu grupo de oración, tu familia, tu grupo de catequesis… son sus manos, su palabra, su caricia. No se puede creer en solitario.

Y ahí está Él. Está de manera real. Está. Asiste a tu reunión, a tu oración, se sienta en el salón de tu casa, asiste a la bendición de tu mesa. Está. Aprendamos a sentirlo así de cerca. Tal vez si empezamos por aquí, nuestra vida cambie. Dios es un Misterio de Amor, omnipotente, demasiado grande para conocerlo y describirlo. A Dios no le ha visto nadie jamás. Nos excede. Pero ese exceso no limita su capacidad para ser amor cercano, pronta caricia, susurro de cariño, mano tendida, abrazo fraterno, palabra afilada, espejo de verdad en nuestras vidas.

Él vive, está. Ahí. Al ladito vuestro.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

Imagen de @pepemontalva

Caer en tierra y morir… para dar fruto (Jn 12,24-26)

¿Morir para dar fruto? Creo que es algo que me cuesta muchísimo. A mí, que me gusta estar en la cresta de la ola, en el centro de la fiesta, allí donde todo se cuece… ¡A mí que me gusta ver frutos y avances!

Si uno mira la vida de Jesús, no hay lugar a duda. El Señor lo dijo y el Señor lo hizo. Murió para dar fruto. A veces es la única manera. Morir a uno mismo. Morir a los propios proyectos. Morir a las propias expectativas. Morir a influencias, poderes, placeres… Morir a la autocomplacencia, a la autoestima generosa. Caer en tierra. Saborear el polvo. Ser polvo. Sentir la sequedad del terreno. Y confiar en que otro haga su trabajo.

Gracias Padre por la Palabra que me estás regalando estos días. Me mantiene en pie y con esperanza, pese a la nebulosa, a la marejadilla, a la tormenta cargada de electricidad bajo la que estoy preso.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

Un cielo y una tierra que se tocan (Mc 9,2-10)

Hoy es el día de la Transfiguración del Señor, una fiesta que me ha estado velada mucho tiempo. El misterio que rodea ese momento, en el que Jesús se manifiesta como Dios a sus discípulos más cercanos, es grande. Una montaña alta, un vestido blanco deslumbrador, Elías y Moisés… y una nube que ofrece la Palabra definitiva. Los apóstoles, en una mezcla de sobrecogimiento y admiración, no querían volver. Algo penetró en su alma y les mostró con claridad a lo que estaban llamados.

Qué importante es este episodio de la vida de Jesús, previo a la Pasión. Había que insuflar ánimos en los amigos, hombres que iban a sufrir unos días de auténtica desesperación, dolor, desconsuelo y turbación. Y los ánimos vinieron del destino que les esperaba, de la meta de todo el camino, de un pequeño «tráiler» para que se mantuvieran firmes y con ganas sabiendo lo que les esperaba.

Dios nos permite tocar un poco el cielo en esta tierra. Él es conocedor de nuestras dificultades, del peso de la cruz, del dolor de las injusticias, enfermedades, pobrezas y calamidades por las que todos pasamos. Y no nos deja solos. Nos permite saborear un poquito de eternidad. Lo hace en los sacramentos, donde Él se hace presente; lo hace a través de su Iglesia y lo hace con todo lo bueno y bello que nos rodea: la amistad, el amor, la pareja, la familia, el compromiso, la vocación… Cuando vivimos la vida con Jesús en medio y somos capaces de subir con Él a todas las montañas que se presten, somos capaces de escuchar y ver lo que se nos tiene preparado, el Paraíso definitivo.

Por eso la muerte no es para nosotros una tragedia falta de esperanza. Trae dolor, sí, pero no es más que el paso definitivo a ese lugar del que uno ya no quiere volver.

Un abrazo fraterno – @scasanovam

Quítate de mi vista, que me haces tropezar (Mt 16,13-23)

Todos tenemos experiencia de tropiezo. Una se hace propósitos, uno intenta ser consecuente y seguir a Jesús, pero ¡demasiadas veces nos quedamos en el intento! Hay personas, cosas, situaciones, ambientes, lecturas… que no nos hacen bien. Si nos acercamos, caemos. Y aún así, ¡cuántas veces dejamos que eso suceda!

En el conocidísimo pasaje de hoy del evangelio, hoy hago oración con la reacción de Jesús ante un Pedro que le quiere evitar (por cariño, sin duda) todo el sufrimiento que le va a suponer viajar a Jerusalén. Jesús identifica a Satanás, al mal, como el protagonista de esa tentación. Satanás se sirve de Pedro en esta ocasión y lo hace envuelto en una capa excelsa de humanidad. ¡Cómo dejar que el Maestro lo pase mal a manos de esos canallas!

Es buena identificar, como Jesús, aquello que nos enreda, aquello que nos hace tropezar. Para ello, hay que asumir que Satanás juega sus fichas en esta partida y que el mal siempre es astuto. Conoce nuestras debilidades y, la mayoría de las veces, nos hipnotiza «con buenas palabras», «con buena intenciones». Si le damos cancha, caemos.

Por eso hay que ser firmes como Jesús y gritar eso de «¡quítate de mi vista!». No vayamos de héroes ni de fuertes. Mejor evitemos aquello que nos perjudica y que saca la peor versión de nosotros mismos. Y viviremos más felices.

Un abrazo fraterno – @scasanovam