Él tomó nuestras dolencias (Mateo 8, 5-17)
Leer la primera lectura de hoy, del libro de las Lamentaciones, y el salmo… es duro, muy duro. Es el relato desde la más absoluta desesperación, desde el dolor profundo de la destrucción personal, de la destrucción de aquello que te rodea, de aquellos que te quieren… Es un relato dolorosísimo y dramático.
Y luego llega el Evangelio. Llega Jesús, el Amor de Dios hecho carne, hecho hombre para amarnos hasta el infinito. Y aparece un centurión, un soldado de la odiada y prostituida Roma. Un hombre sensible a la acción y las palabras del Maestro. Un hombre que es capaz de reconocer en Él a aquel capaz de curar su herida, su dolor, su desgracia. Los ojos del centurión son capaces de reconocer en Jesús aquello que muchos judíos no había ni reconocido de lejos; cegados por sus leyes, su tradición, su cultura, sus prejuicios, sus miedos… El centurión es capaz de saberse necesitado y vacío de solución y ello le impulsa a poner toda su confianza en Jesús. Nada puede él con toda su autoridad, todos sus galones, todo su reconocimiento…
Jesús es capaz de actuar y curar en esta situación. Cuando uno no tiene más. Cuando uno se ha vaciado y nada ha cambiado. Él ha venido a tomar nuestras dolencias y cargar con nuestras enfermedades. ¿Hay algo mejor? Sólo necesita que le dejemos… Y yo le dejo. Me cuesta muchas veces pero cada vez vivo más desprendido de esa herida, ese dolor, esa inacapacidad muchas veces de ser lo que quiero ser sin conseguirlo… y le pido que lo haga Él, que me haga Él… que donde yo no llego, llegue Él. Amén.
Un abrazo fraterno