Echando a correr (Lucas 15,1-3.11-32) – Sábado II de Cuaresma
Cada vez estoy más convencido de que la parábola del hijo pródigo se entiende mejor cuando uno es padre y tiene hijos. A lo mejor no es más «entendimiento» lo que se necesita sino mayor capacidad para conectar con esos sentimientos y emociones de un padre que ve regresar a su hijo a casa después de tanto tiempo perdido.
En el relato de Lucas hay un detalle que siempre ha puesto mi emoción patas arriba: cuando el padre divisa a lo lejos a ese hijo que se aproxima, se conmueve Y ECHA A CORRER para echársele a los brazos y llenarlo de besos. Soy capaz de imaginarme el sufrimiento pasado por ese padre imaginando qué sería de su hijo querido, donde estaría, si le iría bien, lo solo estaría… El amor de unos padres por sus hijos no tiene parangón. Es algo absolutamente IMPOSIBLE DE ENTENDER si no se tienen hijos. No es explicable ni experimentable. Por eso Jesús lo utiliza. Por eso somos capaces de imaginarnos el amor de Dios hacia cada uno de nosotros.
No le interesa a ese padre su orgullo, su dignidad… no le interesa lo que hizo el hijo ni el porqué lo hizo. No le interesan razones ni circunstancias. No le interesa tan siquiera la petición de perdón. Simplemente, en cuanto lo ve volver a casa, decide AMARLO. AMARLO COMO SIEMPRE LO HA AMADO. Porque llevaba esperando su regreso desde el día de su marcha…
Qué maravilla ser hijo de un Dios que me ama de esta manera…
Un abrazo fraterno