Miedo a Jesús (Mateo 8, 28-34)

Cualquier pasaje de endemoniados está lleno de misterio. Lo que queda claro en éste desde el principio es que el mal aisla a la persona: «nadie se atrevía a transistar por aquel camino». Allí por donde pasa el mal, nadie se atreve a transitar. El efecto del mal da miedo y genera miedo a su alrededor y ésto hace que la persona afectada esté cada vez más sola.

Jesús no le tiene miedo al mal y éste se ve interpelado por la figura del Maestro. El mal no puede quedar indiferente ante Jesús. Se revuelve. Y se va. La figura del Maestro es demasiado potente.

Visto desde fuera, esta batalla entre Jesús y el mal da miedo. El misterio. El poder del Padre. La gente le pide a Jesús que se vaya. No quiere problemas. No son conscientes que, con Jesús, nada tienen que temer. Se habían acostumbrado a la presencia del mal y el poder de Dios los ha removido…

Un abrazo fraterno

Ir primero a… (Mateo 8, 18-22)

Cuántas veces me pasa eso… Postponer aquello que debiera ser lo primero: studiar, leer un buen libro, jugar con los niños, rezar… Siempre pienso que luego llegaré y me quedo con el detalle, con lo que no me hace crecer, con lo que me aporta satisfacción inmediata…

Jesús me conoce y sabe que es una trampa, un motivo de enredo que dificulta el seguimiento. Por eso es tan duro con el discípulo. Sabe que si va a enterrar a su padre, posiblemente no volverá

Un abrazo fraterno

Crucifijo de S. Damián y S. Francisco de Asís

Recientemente, esta cruz ha cobrado especial relevancia en mi vida.
Un día lo contaré despacio.
Hoy os dejo con su historia y su significado (extraido del directorio franciscano).

En el año 1206, el Señor ordenó a Francisco, por medio de un sueño, que regresara de Espoleto a Asís, y que esperara aquí hasta que Él le revelase su voluntad (cf. TC 6). Ya en su tierra, Francisco empezó a orar intensamente para poder reconocer la voluntad divina. Para esta oración, iba con afecto preferente a la pequeña iglesia de San Damián, que se encontraba fuera de los muros de la ciudad. Allí había un antiguo y venerable crucifijo. Y este crucifijo habló un día a Francisco y le dijo: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10).

Nosotros veneramos este crucifijo porque nos recuerda un momento decisivo de la vida de nuestro padre san Francisco. Pero este crucifijo tiene además una expresividad que, desde el punto de vista teológico, es de una riqueza única. Contemplémoslo, pues, una vez más en todos sus detalles.

Nuestro Salvador no aparece desgarrado por el sufrimiento. Más bien parece que está de pie sobre la cruz, con una paz inmensa. ¿Acaso no sufrió verdaderamente la pasión de la cruz como vencedor del pecado, del infierno y de la muerte? Sí, Él sufrió la cruz, la muerte; pero ésta no lo destrozó. Fue Él, más bien, quien la tomó sobre sí para destruirla.

Imaginémonos la cruz sin el cuerpo del Señor crucificado. Detrás de los brazos abiertos se abre entonces la tumba vacía, tal como la encontraron las piadosas mujeres la mañana de Pascua de Resurrección. Y efectivamente, en los extremos de los brazos de la cruz podemos ver a las mujeres que están llegando a la tumba vacía. Además, a ambos lados de la cruz, debajo de cada uno de los brazos del Crucificado, podemos reconocer a dos ángeles que, delante de la tumba, dialogan animadamente, mientras con sus manos señalan al Señor. Se trata de los ángeles que hablaron de la Resurrección de Jesucristo a quienes creían en Él.

Sobre la cabeza del Crucificado vemos, en un círculo de un rojo luminoso, al Señor que sube al cielo. Lo rodean coros de ángeles exultantes. En la mano izquierda lleva la cruz como trofeo de su victoria. Y en la cima, en el extremo superior de la cruz, en un semicírculo, está representada la diestra del Padre.

Así pues, en esta cruz se encuentra representada la entera obra de salvación de nuestro Señor, tal como la expresamos en el Credo: «Crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre».

En el Credo decimos también: «Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos». Y también esto está representado en la cruz. Al pie del crucifijo pueden verse, aunque muy estropeadas por el paso de los siglos, las pequeñas figuras de los apóstoles que miran a lo alto, hacia el Señor: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Éste que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo» (Hch 1,11).

Con esto no termina lo que nos dice el crucifijo. El Señor llevó a cabo la obra de la salvación para nosotros los hombres. Seremos partícipes de la salvación si hemos estado de su parte. Esto significan los personajes que están a derecha e izquierda del cuerpo del Crucificado. Las figuras pequeñitas que están en los márgenes de la cruz, a la altura de las rodillas de Cristo, son: el soldado con la lanza (a la izquierda del que mira) y un judío que se está burlando del Señor (a la derecha).

Quien está contra el Señor es un hombrecito pequeño e insignificante. Mientras se vuelve grande quien reconoce al Señor y está de su parte. Esto lo vemos expresado en las figuras grandes: a la izquierda del que mira, debajo del brazo derecho de Cristo, María la Madre de Dios y el apóstol san Juan; a la derecha del que mira, debajo del brazo izquierdo de Cristo, María Magdalena, María la madre de Santiago y el centurión romano. Además, por encima del hombro izquierdo del centurión se puede advertir un rostro pequeño. Con mucha probabilidad se ha inmortalizado aquí el artista desconocido, autor del crucifijo.

A la altura de la pantorrilla izquierda de Cristo, en la parte derecha de quien mira, sobre la franja de color negro, está pintado un gallo. Éste quiere sin duda decirnos: «¡Cuidado y no te sientas demasiado seguro! Ya una vez hubo uno que estaba convencido de su inquebrantable fidelidad al Señor. Pero renegó de Él antes que el gallo cantase».

No existe otro crucifijo teológicamente tan rico. Expone ante nosotros toda la obra de la salvación. Al mismo tiempo, nos exhorta a salir al encuentro, en la manera debida, de esta obra de salvación.

A través de este crucifijo Dios habló a Francisco y lo llamó al servicio de la Iglesia. En aquella ocasión él respondió:

«Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).

¿Acaso esta oración no debería convertirse en nuestra propia oración? Porque también nuestra vocación era y es llamamiento al servicio de la vida interna de la Iglesia.

Él tomó nuestras dolencias (Mateo 8, 5-17)

Leer la primera lectura de hoy, del libro de las Lamentaciones, y el salmo… es duro, muy duro. Es el relato desde la más absoluta desesperación, desde el dolor profundo de la destrucción personal, de la destrucción de aquello que te rodea, de aquellos que te quieren… Es un relato dolorosísimo y dramático.

Y luego llega el Evangelio. Llega Jesús, el Amor de Dios hecho carne, hecho hombre para amarnos hasta el infinito. Y aparece un centurión, un soldado de la odiada y prostituida Roma. Un hombre sensible a la acción y las palabras del Maestro. Un hombre que es capaz de reconocer en Él a aquel capaz de curar su herida, su dolor, su desgracia. Los ojos del centurión son capaces de reconocer en Jesús aquello que muchos judíos no había ni reconocido de lejos; cegados por sus leyes, su tradición, su cultura, sus prejuicios, sus miedos… El centurión es capaz de saberse necesitado y vacío de solución y ello le impulsa a poner toda su confianza en Jesús. Nada puede él con toda su autoridad, todos sus galones, todo su reconocimiento…

Jesús es capaz de actuar y curar en esta situación. Cuando uno no tiene más. Cuando uno se ha vaciado y nada ha cambiado. Él ha venido a tomar nuestras dolencias y cargar con nuestras enfermedades. ¿Hay algo mejor? Sólo necesita que le dejemos… Y yo le dejo. Me cuesta muchas veces pero cada vez vivo más desprendido de esa herida, ese dolor, esa inacapacidad muchas veces de ser lo que quiero ser sin conseguirlo… y le pido que lo haga Él, que me haga Él… que donde yo no llego, llegue Él. Amén.

Un abrazo fraterno

Pedro…

«YO DIGO QUE ERES EL MESÍAS, EL HIJO DE DIOS VIVO»

Pedro es la piedra… Porque a él le fue concedido el don de la fe, la revelación del Padre. Un hombre humilde, terco, apasionado… Un hombre como tú y como yo sobre el que Jesús construye su Iglesia.

Pedro es la piedra…

Sobre roca… (Mateo 7, 21-29)

Leyendo las lecturas de hoy me encontré con ese salmo precioso en el que un grito se eleva a Dios: «¿Hasta cuándo, Señor?». Se me encogió el corazón. Encarné ese grito en personas queridas que están sufriendo y que tampoco encuentran respuesta a ese grito tan desgarrador.

Pensé que nada más importante podrían decirme hoy las lecturas pero sigo y me encuentro con un Evangelio importantísimo para mi: el hombre prudente que construye su casa sobre roca. Es el Evangelio que sustentó Betania, mi comunidad, desde sus comienzos; sustenta mi matrimonio…

¿En qué consiste la prudencia de ese hombre del que habla Jesús? En saber que caería la lluvia, que saldrían los ríos y que soplarían los fuertes vientos. En eso radica su prudencia. Y su respuesta es construir sobre roca firme para que cuando lleguen las calamidades, su casa permanezca en pie pese a todo. No era un hombre cenizo ni pesimista ni aguafiestas… era prudente. Hay que saber que las calamidades llegarán, siempre. Siempre llegan. Siempre arrecia la tempestad algún día.

Construir sobre roca permite que la casa siga en pie y que ese grito del salmo sea eso, un grito, pero de alguien que, luchando y pese a todo, sigue en pie.

Jesús es muy claro a la hora de determinar qué es «construir sobre roca»: escuchar su palabra y ponerla en práctica. No hay más. Ni menos.

Para terminar, hoy pongo delante del Padre a alguien que comienza hoy peregrinación a Santiago. Alguien que ha construido, y sigue en ello, sobre roca. Alguien que está SEMPRE EN CAMIÑO y a la que yo también quiero acompañar con mi oración. Que el Señor camine a su lado y la sostenga en los momentos de mayor dificultad, cuando las fuerzas desaparecen.

Un abrazo fraterno

Por sus frutos (Mateo 7, 15-20)

Por sus frutos conoceremos a los profetas, a los santos, a los hombres y mujeres de Dios. Si Dios está con ellos, habrá frutos buenos. Si son unos farsantes, habrá frutos malos.

Esta lectura me recuerda a una persona muy querida que siempre la tiene muy presente… Los frutos… ¿Qué frutos? Yo entiendo que más Reino, más Dios, más felicidad… Al final, esos son los frutos expresados de mil maneras, concretados de dos mil formas… pero siempre más Reino, más Dios, más felicidad… El problema es que los frutos no son inmediatos, no siempre son inmediatos. El Señor debe ayudarnos a tener paciencia y debe regalarnos el don de la sabiduría para observar los frutos y reconocerlos.

¿Y yo? ¿Doy fruto bueno? ¿Ya he dado fruto bueno o está por llegar? ¿Soy profeta? ¿Soy santo? Lo único que tengo claro es que intento caminar hacia ese horizonte. Caigo muchas veces. A veces se me pudren las manzanas en la copa antes de que nadie las coja pero… lo procuro, lo deseo. lo ansío. Yo quiero dar fruto bueno. Siempre.

Un abrazo fraterno

Oh Dios, nos rechazaste (Salmo 59)

Qué doloroso es la experiencia del salmista. Siente, en lo profundo de su corazón, que Dios lo ha rechazado, ha rechazado a su pueblo, a su familia… Siente que lo ha agrietado, que lo ha sacudido, que lo ha hecho sufrir un desastre… Y le pide que vuelva, que repare el daño, que lo auxilie de nuevo…

Si me paro a pensar, me da cierto reparo pensar que el salmista, no es que sienta que Dios le ha abandonado en su sufrimiento, sino que el sufrimiento ha sido mandado por Dios mismo. Me producen rechazo esos sentimientos… porque yo creo en un Dios que no me «envía» el mal, que no me hace sufrir, que no me manda castigos por mis pecados… Pero a la vez intento ponerme en el lugar de ese pueblo, de ese salmista, que ha visto como se ha venido abajo todo, todo, todo… cómo sigue envuelto en calamidades infinitas… cómo llega un momento en que puedes llegar a sentir que Dios no sólo lo permite sino que puede estar detrás de tanta calamidad… que puedes haber sido tan malo como para airarlo de esa manera…

Sentimientos humanos. Sentimientos legítimos. Sentimientos que, a la postre y aunque parezca lo contrario, nos acercan al Padre. El salmista acaba pidiendo auxilio y reconociendo que solo nada puede. Es una experiencia personal e intransferible. Y el Padre la conoce…

Un abrazo fraterno

¿Por qué os agobiais? (Mateo 6, 24-34)

Si tuviera que elegir una frase o sentencia del Evangelio creo que, sin duda, elegiría una de las que cierra este hermosísimo pasaje del Evangelio: «Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura. No os agobieis por el mañana…«.

No me gusta porque sea especialmente bonita sino porque es la creencia alrededor de la cual he construido mi vida y gira con cierta fluidez. ME LO CREO EN LO PROFUNDO. ¡ME LO CREO! Creo profundamente que soy hijo y que mi Padre me cuida. Y creo profundamente que si trabajo por el Reino nada tengo que temer. Y esto no es una creencia frívola. No es que crea que nada doloroso vaya a sucederme, que mis problemas desaparecerán, que no sufriré enfermedades o injusticias… No es eso. Es la convicción profunda de que si mi vida y la de familia tiene como principal parámetro sobre el que girar a Dios… si me la juego por Él… ¡Él se la juega por mi!

El miedo desaparece y la insana preocupación ante las dificultades. Con Dios de la mano, nada hay que temer.

Un abrazo fraterno