Juan Álvarez, el muchacho que se fue al cielo con los bolsillos llenos de frijoles

Juan vuelve a casa y hoy, 14 de enero, está ya junto a Dios y a Calasanz pidiéndoles que se pongan las pilas, se dejen de mandangas, y echen una mano a los pueblos más sufrientes del mundo, especialmente al pueblo de Nicaragua, sometido hoy a una situación insoportable.

Conocí a Juan el primer día que llegó a Salamanca, hace un año y algo. Venía de Getafe, tras las muertes de Gabino y Jesús, con ganas de pasar estos años en su tierra natal, la salmantina. No fue una bienvenida efusiva porque Juan era poco dado a excesos y algaradas. Al menos el tiempo en que nosotros compartimos vida con él, Juan destacó por su sobriedad en el trato, el agudo sentido de justicia, propio de aquellos que han vivido lo contrario, y un particular sentido del humor, socarrón, que le permitía reírse de todo aquello que le «sobraba».

Compartir este pequeño tramo de vida con Juan ha sido un privilegio y cuidarle en sus últimos días, también. Poder compartir la mesa con una persona como él, con una historia como la suya, gastada, entregada, comprometida… me ha convertido en testigo privilegiado de lo que significa ser Escuelas Pías, de qué va esto de ser escolapio. En este momento de tantas oscuridades, disputas, cansancios y enredos… el valor de los testimonios claros, sencillos, llenos de esencia, que han descubierto de qué va el Evangelio y lo han intentado poner en práctica… es todo un tesoro. Juan se va y, una vez más, me deja un gran sentimiento de orfandad en esta Provincia nuestra despistada y desunida.

El trato con Juan no era sencillo en esta última etapa de su vida. Lo veíamos sobre todo en las comidas compartidas y, en ellas, Juan prefería guardar silencio y escuchar las conversaciones de unos y otros. Sólo cuando nombrabas Nicaragua o le preguntabas por sus años en Costa Rica… reaccionaba y contaba lo vivido allí, las personas a las que conoció y con las que todavía tenía trato. Pese a sus parcas palabras, también en la oración compartida, cuando hablaba solía ir a lo esencial: el amor al prójimo, la persona, el amor y la justicia de Cristo, que debíamos imitar. Todo lo que entorpeciera ese núcleo evangélico, debía ser mirado de reojo. El P. Jesús Merino centró a la comunidad en la ALEGRÍA del Evangelio. El P. Gabino Vinuesa la centró en la TERNURA ESPERANZADA. Juan la centró, sin duda, en la JUSTICIA. Vivió este último tiempo, sufriendo junto a la sufriente Iglesia nicaragüense, perseguida por el régimen y, con ella, el pueblo humilde, las familias sencillas, los niños. Pegado a su teléfono y a su reloj digital, dormía poco para cuidar a los que allí había dejado estos pasados años, a su familia de Nicaragua y Costa Rica.

Huía del clericalismo y, sin duda, olía a oveja, como diría el Papa Francisco. Sus sandalias, gastadas, estaban llenas del barro en el que quiso meterse toda su vida; más preocupado por el Evangelio que por la burocracia institucional. Desprendía esa sensación de que todo aquello que le despistaba de la urgente misión de ayudar a las personas… le sobraba. Costaba entenderlo a veces pero, posiblemente, los que vivimos cómodamente, rodeados de bienestar, protegidos, no éramos capaces de «ver» aquello que él vio y vivió.

Fue un bisabuelo más para mis hijos y también un abuelo para mi mujer, con la que mantuvo una relación especial. Tras la nube que desprendía su incesante consumo de tabaco, guardaba detalles, gestos llenos de ternura, generosos y cómplices. Siempre vio en nosotros a escolapios, laicos, hermanos en la misión. Siempre nos reconoció y nos miró y trató con cariño, con respeto. Siempre supo que estábamos juntos para sumar y que, lejos de estorbarnos y entorpecernos en nuestras respectivas vocaciones, éramos más ricos unos y otros.

Especialmente tierno fue cuidarlo en sus últimas estancias hospitalarias en Salamanca. Su fragilidad emocionaba y, aún así, conservaba su espíritu combativo, pese a la cama y su evidente debilidad. Supo ganarse el cariño de celadores, enfermeras y médicos y con él, a su lado, pudimos tocar al mismo Jesús sufriente. El oxígeno empezaba a escasear en sus pulmones, tal vez porque había regalado siempre el que tenía a todos los que se habían cruzado con él buscando sostén, abrazo, ánimo y fe. Fue apagándose y su cuerpo empezó a no reaccionar con las fuerzas necesarias.

Querido Juan, ya estás con el Padre. Cuida desde allí al pueblo, a la gente, a los niños. Ilumínanos a todos con tu sabiduría y saluda de nuestra parte a Monseñor Romero, a Ellacuría y a tantos misioneros entregados a la paz y el progreso de esas tierras a las que tanto has querido y amado. Muchos te llorarán hoy. A muchos has dejado sin un «padrecito». Pasarse por tu página de Facebook hoy es formar parte de un homenaje incesante de todos tus «hijos» e «hijas» que, agradecidos, se despiden de ti como te mereces. Te toca descansar y cocinar frijoles para celebrar el Amor Eterno que ya disfrutas.

¡Hasta que volvamos a vernos, muchacho!

Carta a un hijo a punto de terminar Bachillerato

Querido hijo: ¡Ya casi está! Unos pocos días más y, como te dije ayer, habrás terminado la primera gran etapa de tu vida, la etapa del cole. Terminarás segundo de Bachillerato y comenzarás tu etapa universitaria; etapa que, por otro lado, marca el paso de la adolescencia a la juventud.

Recuerdo a la perfección, igual mejor que tú, el primer día que, con tres añitos recién cumplidos, te llevamos de la manito al cole de las Escolapias, en tu barrio natal, en Carabanchel, Madrid. Aquella verja que daba a la calle era la barrera infranqueable que abría una etapa que termina ahora. Te dejamos con una vida casi recién estrenada y, ahora vemos, con orgullo, cómo estás dispuesto a salir ahí afuera a disfrutar de la vida que te ha sido regalada, dispuesto a ser feliz, dispuesto a mejorar el mundo.

Es tal vez momento de mirar atrás y ser agradecido. Tus profes de Infantil y Primaria te enseñaron muchas de las cosas más importantes que hoy te permiten ser quién eres. Desde Chusa, pasando por la seño Rocío, la seño Ana, tu querida Conchita, Leticia… hasta que llegaste a un 6º ya en Salamanca, con Fran. Luego llegaron Yolanda y Fátima, Cosme, David, Lena… y muchos otros que se cruzaron por tu vida y te aportaron, seguramente, lo mejor que tenían. Todos ellos pasan ya a formar parte de tu historia y, con el tiempo, descubrirás la riqueza del legado que te han dejado.

No quiero pararme a pensar todo lo que significas para tu madre y para mí, para tus hermanos, para tus abuelos… Siempre has sido un niño fácil, alérgico a los conflictos, de buen corazón, leal y honesto. Aquellos cuentos que te contábamos en la cama, noche tras noche, hicieron de ti un lector apasionado y un gran conversador, con los años. Tuyas son las colecciones más importante de cómics que llenan las librerías de casa: Astérix y Obélix, Star Wars, etc. Esos cómics te han ido llevando a nuevas aventuras, más maduras, con las que has ido construyendo la persona que eres. Una persona que lee es una persona que nunca se siente sola, una persona que sabe viajar hacia adentro. Nunca dejes de leer.

Tu camino en el cole no ha sido un camino de rosas. Has encontrado escollos y dificultades. Esas Mates que tanto se atragantaron. Ese inglés que tan poco te gusta. Esa Biología que alguna vez se quedó por el camino. Siempre luchaste y siempre acabaste venciendo las batallas que se te fueron presentando. Y en el camino, que es donde uno aprende, comenzaste a mirar hacia arriba, hacia el horizonte. Y descubriste poco a poco tu amor por la cultura, el arte, la literatura, la economía y la historia. Y, saboreando lo que ibas recibiendo, aprendiste a disfrutar de crecer en el estudio, aprendiste que el conocimiento le hace a uno mejor. Y has cursado un bachillerato, a veces cargante, a veces agotador, a veces desesperante y decepcionante, pero, a la vez, lleno de oportunidades, cultivador de sueños. Has rumiado, has discernido, has rezado, has escuchado… y has ido intuyendo un susurro en el corazón.

Tu madre y yo no podemos estar más orgullosos de ti. Estás construyendo una persona que vale mucho la pena, estás haciendo de ti mismo un hombre digno, íntegro, trascendente, creyente. Ha llegado el tiempo de las decisiones y, las que vas tomando, nos llenan de esperanza. En unas semanas serás mayor de edad y el Estado te otorgará la capacidad de ser un ciudadano de pleno derecho, con todas las obligaciones que también eso comporta. Mamá y yo debemos dar un paso al lado. Ya no es tiempo de caminar delante tuya, marcando el sendero, señalando la meta. Se inaugura el tiempo de caminar, simplemente, a tu lado. Aquí estaremos siempre. Habrá días que celebraremos tus éxitos y tu felicidad, días en los que compartiremos tus sonrisas. Habrá otros días en los que compartiremos tu sufrimiento, tu fracaso, tus lágrimas y seremos, una vez más, tu sostén y tu refugio. Aquí estaremos siempre. Sal ahí y no tengas miedo. Sé quién eres. Lucha por aquello que estás llamado a ser. Arriesga. Gasta tu vida, entrégala a todos y por todos. Construye un mundo nuevo desde lo mejor que tienes. Sólo así serás feliz y harás felices a los demás. No estás solo. Siempre en el camino.

Y nunca dejes a Dios de lado. Él te conoce y te quiere. Lo sabes. A veces puede que lo pierdas de vista, que dejes de escucharle y de verle. A veces puede que tengas dudas de su presencia. A veces incluso puede darte vértigo poner tu vida a su servicio. Pero vale la pena. Dios nunca defrauda. Dios nunca abandona. Dios siempre te pone «colchón» y con ese colchón, debes vivir con confianza, sin desesperanza. En sus manos te dejamos.

Poco más hijo. A por los últimos exámenes. A por la EBAU. A ponerse el traje y a despedir 2º de Bachillerato. A graduarse. A bailar. A por el mejor verano de tu vida. Y a seguir estudiando eso que has decidido. Y a dejarse sorprender. Dejándose sorprender, los griegos inventaron la filosofía y, con ella, crearon una civilización. Dejándote sorprender, utilizando mente y corazón, y con fe, llegarás y habitarás tu lugar en el mundo, ese lugar que te espera. ¿Cuál es? Lo sabrás cuando hayas llegado. Ojalá estemos ahí para verlo.

Te queremos hijo. Te queremos mucho. Gracias por querernos tanto.

Tu padre

Carta a una joven rubia en su mayoría de edad

Querida Andrea.

Son las 00:55 del 4 de mayo de 2022. Cumples 18 años y tu madre no ha querido esperar para felicitarte en todas las redes en las que tiene perfil. Era de esperar. Yo, en cambio, he preferido sentarme frente al ordenador, ponerme a Juan Luis Guerra de fondo e intentar escribir en palabras aquello de lo que habla el corazón. A ver si lo consigo…

Los años 90 estaban comenzando y yo estaba enamorado de tu madre. Nuestros 15-16 años estaban en pleno apogeo y aquellos rizos negros, que todavía perviven, me tenían hipnotizado. Su fuerza, su personalidad, su manera de afrontar la vida, de querer a su familia, de ser amiga… me tocaron hondo y, sin saber muy bien por qué, y con gran osadía por mi parte, me descubrí intentando ligarme a una de las chicas «top» de mi curso. Sonaba Juan Luis Guerra. Aquella «Bachata Rosa» o aquellas «Burbujas de Amor» fueron la banda sonora de muchas noches soñando con ella, de muchas tardes de Solana a su lado, de muchos días de verano esperando sus cartas. Todavía recuerdo con nitidez muchos momentos en aquel Camino de Santiago del 93 en el que, de manera velada, me declaré una noche, tumbados en sacos de dormir dentro de la antigua y húmeda iglesia de Triacastela. Allí, en los ratos de descanso y con la mochila llena de ganas de llegar a Compostela, intentó enseñarme a mover la cintura y dar mis primeros pasos al ritmo que marcaba su chubasquero rojo.

¿Por qué comenzar así esta pequeña carta? Porque aquellos días de cartas, confidencias, amores, baloncestos y bachatas son el comienzo de una amistad que pervive casi 30 años después, amistad que me permite, hoy, vivir también con emoción los 18 años de la heredera de aquellos negros rizos. Tal vez la amistad y el cariño que nos tenemos tu madre y yo sea de los mejores regalos y legados que os podemos ofrecer a ti y a Álvaro, Inés y Juan, mis hijos. Es la demostración de que la amistad es, tal vez, el mejor invento de Dios y uno de los que mayores satisfacciones puede ofrecer en la vida. Quiero a tu madre y ese cariño me ha permitido quererte a ti desde el primer minuto en el que apareciste en este mundo. Ojalá vosotros también podáis saborear este especial cariño por los hijos de vuestros amigos del alma. No es fácil de explicar pero intuyo que, con los años, lo vais entendiendo poco a poco.

Nos vemos menos de lo que me gustaría. A veces pienso en lo bonito que hubiera sido ser de esas familias que, como en las películas, comparten muchos de los momentos importantes de su vida. Vacaciones juntos, cumpleaños juntos, graduaciones juntos… pero, desde el principio, la distancia nos ha mantenido a raya. Nos hemos tenido que conformar con vernos de vez en cuando y, aún así, hemos formado parte el uno y el otro de nuestras respectivas vidas. Las fotos en las que apareces se remontan a bien pequeña. Álvaro y tú compartisteis vuestros primeros años y hay vídeos e imágenes llenos de recuerdos. Ese pelo liso y rubio (¡incluso con horrendos lazos que te ponía tu madre de vez en cuando!) está en nuestros álbumes, discos duros y teléfonos desde el comienzo. Coruña siempre fue sinónimo de visita a casa, de merienda en el McDonalds, de paseo por el centro… Seguro que te acuerdas también de alguna visita a Madrid o de lo bien que lo pasamos hace nada, en Salamanca. Estar, estar, estar… aunque sea poco, aunque sea dos veces al año… pero estar, siempre estar. Supimos hacerlo.

Tu manera de ser y de afrontar la vida es distinta a la de tu madre. Gracias a Dios no sois iguales. Has aprendido de ella, posiblemente, lo más importante. Su rostro está arrugado de reír contigo y de desvivirse por ti. ¡Qué arrugas tan hermosas! Charlas, reprimendas, conciertos, abuelos, música, arte… Ella volcó en ti lo mejor de sí misma y, aún llevándote todo eso (que no caduca ni se pierde), tu tesoro es único y te pertenece. Llegas a los 18 habiendo vivido muchas cosas y con ganas de vivir muchas más. Llega la hora de empezar a ser autónoma, de tomar decisiones, de construir tu futuro, de conquistar el mundo para cambiarlo y hacerlo mejor. Lo mejor de ti misma vive dentro de ti. Estás habitada por un puñado de dones y virtudes, únicos e irrepetibles. Son dones y virtudes que has perfeccionado con lo aprendido, que has descubierto con el tiempo, y que están listos para abrirse paso. El mundo que tienes delante es como un bosque frondoso, a veces oscuro y amenazante; y otras, apasionante y luminoso. Son tus dones los que te ayudarán a abrirte paso entre el ramaje. Se te han regalado para que los uses y los pongas al servicio de los demás, también. No interpretes ningún papel. No imites a nadie. No permitas que otros dicten el guión de tus días. Sé tú misma, abierta al cambio, siempre con sed de plenitud, con humor y capacidad de sorpresa; que tu equipaje sea ligero, tu zapato cómodo y tu sonrisa permanente.

La vida ya se encargó desde pequeña de enseñarte que las cosas a veces no salen, que los deseos no siempre se cumplen, que las personas a veces nos equivocamos. No lo has tenido fácil y aún así has sido tremendamente afortunada. Vive agradecida por lo que te ha sido dado y, aunque abras las alas y vueles lejos, no olvides nunca las raíces que siempre te permitirán volver a casa.

Estoy feliz, contigo, en un día tan bonito como hoy. Estos 18 años traen a mi recuerdo aquel 24 de septiembre de 1994. Jugaba el Dépor con el Español en Riazor y, al terminar, la vida me sorprendió con una fiesta sorpresa en el local de un amigo. Mis padres, mi hermano, mis mejores amigos… y tu madre con unos ricos buñuelos de chocolate, mis favoritos. Hoy será un día que pasará a la memoria de tu vida, a la lista de mejores días de siempre. Disfrútalo. Llénalo de sentido. Compártelo con aquellos a los que más quieres.

Me despido ya. Sé que sabes que te quiero mucho. Todavía nos queda mucho por celebrar juntos. Hoy toca brindar por ti, por ser una persona que vale la pena, por ser tú, simplemente. Siéntete orgullosa de la persona que estás construyendo. Cuídala. Nosotros seguiremos ahí, a tu lado, para seguir disfrutando de un pelo rubio, con alma de rizos negros.

Ya no suena Juan Luis Guerra. Cierro el ordenador escuchando a Nathy Peluso. Es tu hora.

Un beso muy fuerte.

Santi

 

Pili cumple 40 años

Pili es mi hermana, pero no lo es. Ya sabes, es de esas personas que no comparten sangre pero comparten corazón y vida contigo. Pili es mi hermana, vamos, y el jueves pasado cumplió 40 años. La eterna sonrisa rubia también se va haciendo mayor. El tiempo galopa inexorable sobre todos… también sobre las rubias indomables que siguen intentando domesticar el universo entero.

El primer recuerdo que tengo de mi hermana Pili es de color verde, ese verde cantabrón tan bien regado por el chirimiri y la humedad paradisíaca del norte de España. Estas palabras del escolapio José Antonio Álvarez, «Verde del valle de Carriedo, que nunca te quebrante el hombre poderoso que ha apagado la luminosa vida de otras tierras«, hablan de ese eterno verde que me presentó a Pili hace ya más de 20 años. Ella todavía no había entrado en la veintena. Estaba sentada, sola, haciendo un silencio de viernes santo. Estaba en un viernes santo crudo y doloroso. Pocas palabras, muchas preguntas.

Desde ese día, la vida y Dios nos fueron acercando cada día más. De vernos en Pascuas, como catequista y niña, pasamos a compartir misión de catequesis con otros jóvenes y, más tarde, comunidad. Fue el camino de Dios el que intervino nuestras vidas. Fue Él el que, en silencio constante pero con pertinaz voluntad, fue tejiendo horas y días entre Pili y yo. Rezábamos juntos, compartíamos bienes, nos ofrecíamos hombros y manos para seguir caminando, acogíamos las lágrimas mutuas, nos corregíamos y nos sosteníamos mutuamente. Mi hermana Pili, que no era mi hermana, compró en propiedad parte de mi corazón, sin hipotecas ni deudas.

Pili es una persona imprescindible en mi vida. Lo ha sido y lo es. Organizadora, efectiva, pragmática en muchos momentos, líder, eficaz, confidente, leal, fuerte… ha compartido conmigo muchos ámbitos de misión a lo largo de estos años. Siempre juntos, siempre al lado uno del otro. Entendiéndonos y complementándonos y, algunas veces, discutiendo. Porque Pili es fuego, es volcán, es marea. Me ha puesto en mi sitio en muchas ocasiones, me ha dicho a la cara cosas que no me ha gustado oír, me ha reclamado aspectos que me obligaron a crecer, y me ha confrontado sin paliativos cuando lo ha tenido que hacer. Y me ha cuidado, me ha abrazado, me ha acompañado, me ha aguantado y acogido en mis miserias, siempre, siempre. Pili es mi hermana.

Con ella he hecho camino y el camino. Una experiencia que dejó huella en mí para siempre. Uno de los grandes regalos que me ha hecho Dios y que me ha hecho ella. Como Juan, tercero de mis herederos, amadrinado por una madrina atenta, cercana, que le quiere con locura y que siempre está, aunque esté más lejos de lo que nos gustaría. Vidas cruzadas, rutas compartidas, miradas comunes.

Pili cumplió 40 años, tras idas y venidas, tras días soleados y grises, tras éxitos y decepciones. Esta es la vida, tal cual. Los cumplió en pandemia, porque hasta para eso ella es especial. Con el mundo patas arriba, entre mascarillas y vacunas, en medio del desconcierto y la esperanza, Pili levanta su copa, en su querida Málaga, y pide al cielo un futuro de amor y familia. Porque quien ama con pasión, como ella, no necesita mucho más. Ojalá la voluntad de Dios sea llenarla de bendiciones, porque se lo merece. Quién da mucho, mucho recibe.

A mí, que ya soy cuarentón profesional, sólo me queda decirle tres o cuatro cosas que la experiencia me ha ido enseñando. Como decía mi madre, el tiempo cada vez va más rápido cuando uno cumple años. La balanza de la vida se va inclinando hacia el otro lado y, a la vez que la mirada hacia adelante, brota con sosiego una mirada hacia atrás que se deleita con un pasado que da sentido a lo que uno es.

Querida Pili, lo primero que quiero susurrarte es que disfrutes de tus 40 años. Cada edad encierra un misterio de felicidad, unas oportunidades dormidas, proyectos inexcrutables y llamadas insondables. No pretendas ser la eterna jovencita, sino más bien vete dando peso a tu madurez, manteniendo siempre viva, eso sí, a la niña que alimenta tu alma y tu fe.

Lo segundo que te quiero susurrar es que tu fuego, tu volcán encendido, tu marea poderosa, no tengan miedo de destapar las brasas humeantes, el reguero de lava, la espuma delicada que también llevas dentro. Siempre has sabido afrontar tormentas y desiertos, destierros y podas. Eres un ejemplo para mí. Y aún así, creo que hay mucha espuma blanca, tierna, frágil y pequeña, que tiene miedo de ser pisoteada y vapuleada. No tengas miedo. Tu fuerza no es tuya. Y aquel que te sostiene, lo hará siempre. Y aquellos que vivimos enamorados de tu espuma, dejaremos que discurra entre nuestros dedos para acariciarla con suavidad.

Lo tercero que te quiero decir es que nunca dejes de rezar, de vivir tu fe con otros, aunque muchas veces ni entiendas, ni comprendas ni asumas ni compartas. Somos «troncos» a los que se nos pide palabra, decisión, verdad, sincera opinión, denuncia y cordura. Y eso tiene un precio, tal vez el de la incomprensión y cierta soledad. Pero no debemos dejar de ser lo que somos, de responder al que nos llama, de ser palabra que busca, escruta, confronta.

Y que vengan 40 años más de venturas y desventuras, de rectas y curvas, de aciertos y errores, de pérdidas y ganancias… pero juntos, juntos hasta el final. Porque te quiero y quiero que estés. Tú me haces mejor.

Un abrazo hermana. Y que el Apóstol nos permita seguir caminando sobre las estrellas.

Jesús Merino, el niño cántabro que se fue al cielo en Land Rover

Pasaba un poco de mediodía cuando sonó el teléfono. La espera concluía. Jesús, con su maleta ya hecha hace días, emprendía su último viaje, la última obediencia y, con certeza, la más afortunada. Pese a su enfermedad, estoy convencido de que marchó riendo, alegre, sabiendo que iba a encontrarse de nuevo con sus «papis» y que iba poder abrazar a Aquel del que se enamoró en su juventud y por el que dio su vida hasta el último suspiro.

Han sido horas de tristeza. Tal vez porque no espéramos su marcha tan pronto, tal vez por no habernos podido despedir como nos hubiera gustado, tal vez por empezar a sentir ya el silencio que deja, el vacío que ya no va a ser llenado por nadie. Me he permitido llorar a lágrima suelta y, enseguida, he ido a refugiarme en el Señor. Mi mujer, mis hijos y yo tuvimos un pequeño momento de oración y pusimos a Jesús en las manos misericordiosas de Dios. A estas horas ya estará conociendo el Paraíso y preguntando si en el cielo hay wifi para poder seguir la actualidad mundana desde su inseparable iPad.

Repasando un poco todo lo vivido con él estos 6 años, es difícil quedarse con pocas cosas de Jesús. Tenía un carácter fácil que permitía vivir con él sin tensiones ni especiales dificultades. Pero ciertamente, si alguien me preguntara «quién era Jesús Merino», hay varias realidades que me permitirían describirle pese a los pocos años que estuve a su lado.

LA ALEGRÍA COMO NORMA DE VIDA. Jesús era alguien alegre, tenía ese don. Desde que se despertaba hasta que se acostaba, ya hiciera calor o frío, Jesús estaba alegre. Era una alegría profunda que brotaba de una mirada agradecida a todo y a todos los que le rodeaban. Su risa era contagiosa y sus bromas constantes. Pillo y sagaz unas veces, socarrón otras y rebosante en sus formas. Llenaba la comunidad de buen humor y, aunque eso parezca menor, creo que él sabía perfectamente que, lo contrario, era la muerte anunciada de cualquiera proyecto comunitario. Una comunidad que no ríe junta no es comunidad. Y eso él lo sabía.

ESCOLAPIO HASTA LA MÉDULA. Ese don de la alegría bebía con fuerza de su vocación religiosa escolapia. Le encantaba contar cómo de jovencito moldeó y descubrió su vocación entre los muros de su colegio de Santander. Una niñez enfermiza no hizo más que ir acrecentando su amor por Jesús de Nazaret y por Calasanz, hasta que se decidió a dar el paso. Y hasta hoy. Jesús no dejó de ser escolapio ni un sólo día, estoy seguro. No dejó de serlo en estos 6 años, jubilado y sin gran actividad, con achaques, con pandemia… ¿¡Cómo iba a dejar de serlo antes, rodeado de niños, de pobreza y de hermanos en la misión!? Imposible. Tal vez, el secreto de Jesús para ser un buen escolapio, y de paso un buen cristiano, es haberse creído aquellas palabras del Señor: «Os aseguro que si no cambiáis y os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18, 3). Jesús supo ser niño hasta el final de su vida en la Tierra, por lo que tiene el Paraíso garantizado. Nada más aterrizar en Salamanca, y casi sin conocernos, su primera medida como rector fue llevarnos al circo… Y siendo niño, fue escolapio. Verle era, sin duda, la mejor campaña de pastoral vocacional que uno podía imaginar. Nunca una crítica. Nunca un desdén. Nunca una queja. Sólo buenos recuerdos de toda su trayectoria. Nombres, alumnos, experiencias, lugares… llenos ahora de su fragancia.

CONTAR HISTORIAS, TEJER RELATOS. Contar historias. Esa era su manera, al estilo de Jesús de Nazaret (tocayo de altura), de transmitir sus sentimientos, sus ideas y sus reflexiones. Contaba historias en las reuniones de comunidad, en las comidas, incluso en las mismas Eucaristías. Sus homilías eran pequeñas (a veces grandes) parábolas en las que solía trasladarse a su Santander natal, a su querido Villacarriedo o a su amada África. Disfrutaba contando y poniendo palabra a los recuerdos que, en su aniñada vejez, le ayudaban a seguir siendo un escolapio de los pies a la cabeza. Hacernos partícipes de sus historias nos permitió conocerle, quererle y disfrutarle, a él y a las personas que iban apareciendo en sus relatos. Jesús supo encontrar también a Dios en su historia y a mirar atrás con satisfacción y en profunda acción de gracias por lo vivido. Ese legado ya es de todos los que pudimos poner la oreja a su lado.

LA TIERRA, LAS RAÍCES QUE ALIMENTAN. ¡Ay Cantabria! ¡Ay su Santander querida! ¡Ay su Villacarriedo adorado! Cómo amaba Jesús su tierra… ¡Consiguió hacernos a todos un poquito cántabros de adopción! Fue un placer poder disfrutar con él de un viaje comunitario a su tierra, en primavera de 2019. Murió siendo un gran embajador de su terruña. Una tierra que no era sólo espacio, mar, campo… sino también personas. Posiblemente nunca escuché a nadie hablar de su niñez como a Jesús. Hablaba de sus «papis» como un infante todavía juguetón. Hablaba de su casa, del restaurante de su familia, del lugar donde hacía los deberes, de los días solo sin poder ir al cole por estar malito… Sus raíces eran poderosas, por eso pudo crecer tanto y sin miedo. Había conocido el amor desde bien temprano y desde ahí lo fundamentó todo. Pero no echó raíces sólo en Cantabria. También en Colombia y en los diferentes lugares a los que fue enviado como escolapios. Pero ninguno como África. Si mis hijos tuvieran que decir dónde vivió Jesús su vida, estoy seguro que responderían: «subido a un Land Rover, en la carretera de Akurenam a Bata«. África, su amor de madurez. África, su paraíso en la tierra. África, el mayor de sus desvelos. África, el cariño de sus gentes. África, la dureza y la pobreza de un mundo injusto. África, allí donde querría haber vuelto.

UN CIENTÍFICO DE DIOS. Biólogo, físico, químico, carpintero, chapista, naturista… Sus conversaciones con el P. Luis de naturaleza llenaban las comidas y las cenas comunitarias. Amaba la ciencia y sabía transmitir a Dios entre tubos de ensayo, óxidos de cobre, insectos y experimentos. Su afamado método para encontrar agua en el subsuelo era la delicia de grandes y pequeños. Y su labor como taxidermista era también impresionante. Los laboratorios de varios de nuestros coles están llenos de animales disecados y preparados por unas manos diestras y llenas de calasancia paciencia. Su amor por todo bicho viviente era reflejo del amor por su Creador y de su espíritu abierto a la continua sorpresa que encierra nuestra madre Naturaleza. Una de sus ilusiones era ir al quiosco cada quincena a recoger el fascículo y el animal de una colección de insectos que le regaló a mi pequeño Juan. Se fue dejando a medias una máquina de escribir centenaria, de mi abuelo, que estaba reparando. Así se quedará.

REFLEJO DEL ABBÁ DE JESÚS DE NAZARET. Jesús era una persona de fe. Siempre insistía en ello. «Más fe», «más fe» para la comunidad, siempre pedía. Una fe sólida, apegada a la tierra, sencilla, infantil. La fe de un niño en su papaíto. Abandonado en Él vivía. Y con confianza en Él se fue. Un creyente, una buena persona, un buen sacerdote. Tal vez no hay más. Sin adornos ni grandes demostraciones, Jesús fue una persona que supo acoger la salvación, el amor entregado, y devolverlo. Hizo de los pobres y de los más necesitados el eje de su vida. Y vivió consecuente con ello.

Atrevido boceto el que te acabo de hacer, Jesús. Incompleto, seguro. Subjetivo y sesgado. No puede ser de otra manera. Te echaré mucho de menos, lo sabes. Te llevas demasiado y nos dejas un poquito más huérfanos de Calasanz. No quisiste que Gabino se hiciera con la suya hasta en esto. ¡Vaya par de liantes! ¡La que estaréis montando ahí arriba! Disfrutad mucho y preparadlo todo para cuando nos volvamos a ver. Un poquito de pan y unos riojanitos se agradecerán después de un último viaje. Besos a tus queridos «papis» y háblale bien de nosotros al Empresario Mayor. Seguro que tú consigues que nos mire con más condescendencia…

Te quiero Jesús. Hasta pronto.

Carta al P. Gabino

Querido Gabino, llevo días queriendo escribirte y creo que ha llegado el momento. Me he puesto un poquito de música instrumental, de esa que me gusta, para ayudar a mis emociones a salir a flote. Ya sabes que a veces me cuesta aunque voy mejorando… ¿Qué te voy a contar que no sepas?

Cuando me despedí de ti el pasado martes de noche no sabía que no íbamos a volver a vernos. La muerte a veces llega así, sin avisar, aunque nadie puede esquivarla. ¿Por qué será que siempre pensamos que va a haber un mañana? Si lo llego a saber te hubiera dado un abrazo muy fuerte y me hubiera despedido de ti sin pena. Al final, antes o después, toca despedirse y, si quieres que te diga la verdad, ojalá pueda irme como tú te has ido: vida dilatada, intensa, plena, entregada, y sorprendida por la muerte, en casa y entre hermanos. Firmo. Además, a ti eso de dar pena no te va, ¿a qué no? Pero un abrazo y un gracias quedan pendientes hasta que volvamos a encontrarnos.

No recuerdo exactamente desde cuándo nos conocemos. Con nosotros pasa como con el enamoramiento: un día te descubres enamorado pero sería difícil decir desde cuándo, en qué lugar y a qué hora eso comenzó. Tampoco nuestra amistad tiene fecha, aunque puedo decir que hace unos cuantos años, posiblemente cuando aterrizaste en Aluche y comenzaste a moverte por entornos madrileños y fraternos. Siempre con tu barba blanca, más o menos poblada en función de la estación del año en la que estuvieras. Siempre con tu sonrisa en la cara, torcida de tanto usarla. Siempre lleno, siempre disponible, siempre testigo del Amor.

En todos estos años de compartir, tengo que agradecerte el cariño y la confianza que siempre me has demostrado. Aunque parezca mentira, no son actitudes que sobren y todos las necesitamos, al menos un servidor. A tu lado siempre he sentido que podía ser yo, tal cual, sin disimulo ni filtro. Supiste quererme. ¿Hay mejor manera de cuidar a una persona, de acariciar su vocación, que queriéndola sin más? Eras el Iniesta de la Provincia: todo lo hacías de una manera que parecía fácil y, sin embargo, ¡nada más lejos de la realidad! Tu estar siempre a la escucha, al servicio, te permitía centrarte en lo realmente importante. Tú, querido Gabino, intentabas hacer vida (y muchas veces lo conseguías) las grandes palabras: Reino, amor, vocación, pequeños, niños, fe, alegría… Hablabas poco de eso porque sencillamente te dedicabas a vivirlo. Hacías menos y estabas siempre. Hacías cada día menos para ser cada día más. Cuánto necesitamos de esto… qué gran herencia nos dejas entre manos… ¿Sabremos aprovecharla?

Reconozco en ti muchas cosas de mí, que me hacían entenderme a la perfección contigo. Ese sentido del humor, a veces evidente y otras veces sutil, aderezado de ironías y medias palabras. Ese optimismo casi patológico que desarma a aquellos que sólo saben caminar con el ceño fruncido y que no esperan ya nada porque han dejado de creer en casi todo. Somos, los dos, disfrutadores natos. Tú descubriste hace mucho, y yo lo voy haciendo, que esto del Reino es un don, que la salvación ya nos ha sido dada y que cada día debe ser Pascua. Y por eso merece la pena descargar equipaje y disfrutar, sí, disfrutar del tiempo que se nos ha regalado, de la compañía del hoy, de la comida en la mesa, del canto en la celebración, de la amistad compartida, de los horizontes plagados de utopías que, a la vez, nos mantienen en el camino…

Eras antídoto contra el desánimo, por eso eras imprescindible; por eso es que, con tu marcha, se va uno de los escolapios más jóvenes de la Provincia Betania. Tu proceso ha sido tan verdadero, tan cercano a Jesús de Nazaret, que con cada año que cumplías, te hacías un poco más niño. ¡Ay Gabino! ¡Qué difícil eso de hacernos niños! ¡Cuántas veces leemos eso de «os digo que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» y cuánto nos cuesta entenderlo! ¿No deberíamos ser los escolapios expertos en niños? ¿No deberíamos ser nosotros expertos en hacernos pequeños y mirar la vida con ojos de niño, amar con corazón de niño? Pues tanta niñez se nos atraganta. Creo que a ti no. Tú supiste alimentar bien al Niño que te habitaba y le dejaste ir libre, sin amarras ni temores; atrevido, ligero, creyente y confiado. Sí, Gabino, muchos te echaremos de menos a la hora de soñar y te rezaremos cuando nuestro ser escolapio envejezca por inanición.

¿Te perdiste alguna reunión fraterna en estos años que quisiste formar parte de la Fraternidad? ¡Ninguna! Sólo al final, cuando ya tenías difícil viajar, empezaste a ausentarte de vez en cuando, aunque seguiste colaborando con tus oraciones, tus vídeos y con aquello que se te pedía. ¡Fuiste un valiente Gabino! Sin hacer mucho ruído pero, ¡ahí siempre! ¿Qué haremos ahora? No sobran escolapios fraternos, ya lo sabes. Ese «nosotros» que tú vivías con tanta naturalidad sigue en cuestión, ¡tantos años después! ¡Ya sabes lo que te toca! ¡Ahora estás en situación privilegiada para echarnos una manita! Necesitamos nuevas fuerzas, energías renovadas y mucha más fe de la que tenemos. Seguimos midiendo tanto, presas de tantos miedos, recelos y prejuicios… Pensamos y programamos y nos reunimos, y nos volvemos a reunir, y escribimos planes y convocamos encuentros, y nos volvemos a reunir, y damos pautas, y hacemos estatutos, y encomiendas y lanzamos proyectos aquí y allí, y aprobamos cosas y nos involucramos algo, pero no mucho… vivimos en un permanente «querer dar pero sin querer perder». ¿Se puede entregar una vida sin perderla? ¿Se puede elegir un camino sin desechar otros? Damos vueltas y vueltas y vueltas a todo… Tú optaste por la vía del Espíritu: un sí generoso, un sí confiado, un sí fiel, un sí siempre presente, un sí cercano, un sí curioso e incluso juguetón, un sí lleno de comunión, un sí consciente de que podía ser no… pero quería ser sí. Gracias Gabino. Necesito aprender de ti y darme más y mejor.

Poco antes de que te fueras, me confesé contigo. Te pedí confesión porque hacía tiempo que no le daba una vuelta al estado de mi corazón, algo dejado y poblado de telarañas en algún rincón. Me escuchaste y me devolviste amor, como no puede ser de otra manera. Reino, amor, oración, habla con Jesús, cuéntale, tenle presente en cada momento, una frasecita aquí, ahora otra allí… Tenle siempre presente, hazlo compañero de camino, me dijiste. Y eso voy a intentar. Crecer en ello.

Verte estos últimos meses, en medio de esta pandemia, consciente de tus dificultades y de lo que no se podía hacer, ha sido un testimonio vivo para mí. Escuchar tus homilías cargadas de humanidad, verte rezando en la capilla, contemplar tus silencios, escuchar cómo estabas buscando «tu nuevo lugar en el mundo» como escolapio mayor en tiempos de pandemia… ha sido una contemplación permanente de la fuerza del Espíritu en una persona creyente, verdaderamente creyente. Siempre buscando, siempre hambriento, siempre sediento y, a la vez, habiendo descubierto de verdad la compañía y la intimidad con el que sacia nuestra vida.

Vocaciones pedías siempre para la Escuela Pía, Gabino. Puedo decir que vivir contigo ha fortalecido la mía. Tu herencia son mis ganas de ser mejor padre, mejor esposo, mejor cristiano, mejor escolapio. Y todo ello haciéndome cada día más niño.

Páter, ya no te tienes que cuidar. Ahora te toca cuidarnos. Sé que lo harás. Disfruta de la eternidad que, ya sabemos, se parece mucho a tu pueblo. Y cuando te sientes a la mesa de los escolapios que andan por ahí, con Calasanz a la cabeza, saluda de mi parte al P. Basilio, al P. Cano, al P. Severino, al P. Ambrosio, al P. Arturo, al P. Salvador, al P. JuanMari Puig y a tantos que me han ayudado a responder a la llamada. Soy gracias a ellos.

Un abrazo la mar de rico. Te quiero.

Santi

¡Abuela! ¿Cómo se ve todo desde el cielo?

Hoy a las 7:30 de la mañana, mi tío ha llamado a mi madre para contarnos que la «yayina» (así la llamaba yo) nos había dejado. A sus 90 años, después de 14 con alzheimer, y tras unos días con complicaciones varias, ha llegado el momento de hacer el viaje más importante de su vida: dejar el mundo que la vio nacer y volver a casa.

Mi yayina se llamaba María. No podía tener otro nombre mejor. Ni mejor apellido materno: Dulcet. Pareciera que hubiera cursado algún máster intensivo con María, la Virgen, y que hubiera captado a la perfección de qué iba eso de ser esclava del Señor. La yayina era una persona dulce, muy dulce; de gesto grácil y elegante, comedido; más bien tímida y de prudencia virtuosa. Tenía gran sentido del humor, de risa amplia y buena amante de la música. Comía muy despacio y fue una auténtica maestra en vivir la vida a fuego lento. Licenciada en lo pequeño y artista del detalle cotidiano, supo encontrar la felicidad tras los rincones que, como mujer y madre y tía y abuela y bisabuela, le ofrecía cada día. La cocina era uno de lugares de encuentro con Jesús de Nazaret. Entre fogones, sartenes y cacerolas, supo ponerse al servicio de todos los que llenaban un hogar donde siempre hubo sitio para uno más. Recuerdo verla llegar del mercado, con el carro hasta los topes, feliz de tener tanto que hacer para tantos. También en el lavadero, subiendo las escaleras camino de la terraza, pasaba mucho tiempo, mezclando detergentes y suavizantes. Disfrutaba con la colada y con ese aroma a limpio llenaba luego cada pasillo por el que pasaba. Despistada en grado máximo, sabía reírse de sí misma. No la recuerdo preocupada, y lo estaría, ni enfadada, y lo estaría. Supo vivir la vida que se le regaló. ¿Hay mayor respuesta al amor de Dios? ¿Hay amor más grande que saber acoger el amor que se te da?

Yo soy su nieto mayor. Supimos disfrutarnos mutuamente. De pequeño, ella y mi avi me llevaban algún domingo con ellos a misa de 9 a la Catedral de Barcelona. Y con ellos visitaba cada año el Parque de Atracciones de Montjuïc, cerrado desde hace unos años. Supo, con mi abuelo, disfrutar de sus nietos desde que éramos pequeños. Sin grandes alaracas. Sin ruido. A su lado aprendí a amar los trenes y soñé con ser jefe de estación, de esos de gorra, bandera roja y silbato. Uno de los recuerdos más sólidos en mi memoria es llegar a la estación de Barcelona Sants, en el antiguo Estrella, en el vagón de coche-cama, con mi madre y mi hermano, con medio cuerpo fuera en la ventanilla bajada para saludar a mis abuelos, que esperaban en un andén sin tantas medidas de seguridad como hoy pero con mucha más humana cercanía. Siempre me defendió en las refriegas familiares y supo conectar con lo mejor que llevo dentro. Sin exigencias, sin condiciones, sin normas, respetándome al máximo, supo quererme como abuela. La lección que deja es lapidaria: si quieres que te quieran, empieza por querer tú.

El Evangelio de hoy, 18 de julio de 2018, habla muy bien de su fe. Una fe reservada a los pequeños, a los sencillos. Una fe tremendamente mariana, rumiada en el corazón, disponible sin entender mucho, volcada en amor, familiar, maternal y de gran esperanza. Fue teóloga del hogar y supo conocer a Dios y verle en cada uno de los acontecimientos que fue viviendo. En estos años de alzheimer, si de algo se acordaba, si algo decía, era su confianza total en Jesús y su esperanza en un cielo que debemos anhelar y esperar.

Por eso, yayina, hoy es un día triste pero lleno de esperanza y alegría. Ahí arriba vuelves a estar a tope. El alzheimer es cosa del pasado, tu viudedad terrena ha terminado y, junto al avi, a tus padres, a tus hermanos, a tus amigos, disfrutas ya de una merecida jubilación en el amor. ¿Cómo ha sido ese primer beso con el avi después de tantos años? ¿Hay también droguería Boter ahí arriba? ¡Conociendo a los Boter, no lo dudo! Seguro que el cielo ya huele a canelones y que te has hecho a tu nuevo hogar, lleno de gente. Seguro que vuelves a reír como antes y que ya habrás hecho migas con la Madre, tan parecida a ti. ¿Le has pasado ya tu receta del pollo asado? Y recuerda, en este Banquete te toca sentarte la primera, ¡qué cocine otro! ¿Es bonita la mesa del Banquete del Reino? Yo me la imagino como la nuestra… qué imaginación tengo… ¿Cómo se ve todo desde el cielo? ¡Ni una suite del Ritz tiene vistas mejores! La perspectiva es única. ¿Están las cosas tan mal como nos parece a los de aquí abajo? ¿A qué no? Yo creo que desde ahí es más fácil ver la luz… Aquí abajo a veces nos da la sombra y nos desorientamos. Ahora te toca cuidarnos y protegernos y guiarnos y seguir queriéndonos como hasta ahora.

Bueno yayina, me voy despidiendo. Lo hago en mi nombre y en nombre de los que están aquí conmigo. Para tus bisnietos también serás siempre la yayina. ¡Les he contado tantas cosas! Tu alzheimer te hizo perder mucha memoria pero no te preocupes. Tarea nuestra es transmitir, generación tras generación, quiénes somos, de dónde venimos y cuánto os debemos a los que nos habéis precedido. En eso, yo cumplo.

Gracias por habernos hecho mejores a todos. Molts petons yayi. Fins que ens tornem a veure.

El teu nét

Santi

 

Imagen de Dani Sigalat

Carta a Esther, la madre de mis hijos

¡Feliz día mamá! Qué grande ser mamá… y qué alto llevas tú ese honor. Inmersa en tu continua preocupación para que todo esté bien, a veces no te percatas de cómo todo el amor de la familia pivota a tu alrededor. Eres el centro, el núcleo, la esencia.

A tu lado aprendo a ser padre y aunque me creo el mejor padre del mundo, porque soy así de chulito, tú me enseñas continuamente lo dulce que puede ser cada instante si uno se abandona al amor.

No hay nada más importante que lo que juntos hemos construido. No hay obra del Renacimiento ni sinfonía más perfecta que nuestros tres hijos. No existe en el horizonte un plan mejor que consumir la vida a tu lado, sea donde sea, sin miedo, de la mano. ¿Qué no hemos conseguido juntos?

Cuando volváis esta tarde a casa os estaré esperando. No prometo no gritar al rato, llamar la atención a alguien al poco tiempo o pedir que la casa esté mejor recogida… Pero tú me lo perdonas. El amor de una madre es lo más parecido al amor de Dios por cada uno de nosotros.

Te quiero

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Pequeña reflexión indignada

 Yo lo que sé es que ningún partido me da de comer. Lo que se hace bien, sea quien sea, bienvenido sea. Y cuando uno se siente defraudado como votante, sea quien sea a quien ha votado, tiene el derecho de hacerlo saber.

A la situación actual no llegamos por estos meses del PP, obviamente, ni tampoco por los 8 años de ZP… Es un modelo que hemos construido durante muchos años, monstruos a los que u…nos y otros han alimentado, una ciudadanía apática e interesada si había cosas que le beneficiaban… No nos olvidemos que la clase política es el reflejo de la sociedad en la que trabajan…

La gente está indignada, con razón. A la par todos tenemos que hacer nuestra autocrítica y cambiar el rumbo. Y mientras descubrimos cómo hacerlo, hay que atender a nuestros hermanos, a tantas familias, ancianos, niños… que lo están pasando muy mal. De nada serviría salir a la calle si luego pasamos por delante del necesitado como si no existiera. No nos habríamos enterado de nada.

Carta a mi hijo un 11-M cualquiera…

Hoy vuelve a ser 11 de marzo. Y cada año que pase seguirá siendo especial. Por eso quiero contarte esta historia hijo, para que nunca la olvides y tú, algún día, se la cuentes a tus hijos…

Recuerdo a la perfección la mañana horrible de aquel día que marcaría nuestra historia, nuestras vidas, el devenir de una ciudad y de un país ya suficientemente herido por el terrorismo. Pero como si no hubieran sido suficientes todos los años con ETA al cuello, aquel 11 de marzo de 2004 se escribiría la historia más horrenda y triste que, tal vez, un padre deba contar a sus hijos.

Salía yo de la ducha. Era jueves y tenía que ir al Hospital de Alcorcón a trabajar. La radio estaba puesta en mi baño y fue en ese momento cuando se hizo pública la noticia de que una bomba había epxlotado en la estación de Atocha. Otro atentado para España. Luego puse la tele mientras desayunaba y ya no era una bomba sino varias, en varios trenes. El desconcierto era generalizado. Daba comienzo la peor mañana que una ciudad pueda vivir.

Recuerdo vivamente el sentimiento y la emoción que experimenté aquel día y el día siguiente, día de la gran manifestación convocada por todos. Era un mezcla de tristeza y vacío difícil de explicar. Era como si me hubieran arrancado de cuajo parte de mi vida. Como si todos aquellos que no se habían despertado fueran mis hermanos. Era como si el cielo se tornara de repente negruzco e insoportable… Algo le habían quitado a Madrid para siempre.

Mamá estaba embarazada de ti. De poco se enteró. Las hormonas la tenían siempre en el precipicio de la emoción y no podía aguantar siquiera las primera palabras de cualquier frase que intentara explicarle lo que había sucedido. Tuve que vivir solo esos momentos y ella también. Fuiste como el escudo protector de mamá, el antídoto perfecto ante la loca sinrazón que estábamos viviendo.

Recuerdo la respuesta de los ciudadanos, las largas colas para donar sangre, la entrega de todos los cuerpos de seguridad y protección del Estado y la ciudad. Recuerdo las imágenes del IFEMA y de los familiares entrando en los hospitales buscando a sus seres desaparecidos. Recuerdo el SMS de tu tía Elena preguntando si todos estábamos bien. Recuerdo los nervios y las carreras. Recuerdo las llamadas desde Coruña. Recuerdo el mensaje que le dejamos en el buzón a nuestra vecina policía dándole ánimos. Recuerdo la reunión de mi grupo de Caminando en el cole el viernes. Recuerdo los mensajes por móvil con mis amigos y seres queridos… Recuerdo la tensión política y social…

Querido hijo. Ojalá no tengas nunca que vivir algo así aunque dudo que lo puedas conseguir. Los humanos perdemos la cabeza a menudo defendiendo ideas y normas. Algunos son capaces de matar por… por… no saben muy bien por qué. Lo verás, seguro. Y espero que en esos momentos tu corazón esté lo suficientemente bien formado para encogerse y sangrar con aquellos que sufren. Aquel 11 de marzo cambió la vida de miles de personas. De padres que perdieron a sus hijos, de hijos que perdieron a sus padres o madres, de novios que ya nunca se casaron, de estudiantes que no terminaron sus carreras, de sueños y proyectos que nunca se llevaron a cabo… De palabras que quedaron sin decir, de asuntos pendientes que siempre seguirán pendientes…

Ocho años después pienso en cómo uno es capaz de reconstruir su vida después de una mañana como aquella. Pienso en las víctimas. Y pienso también en todos los que podemos trabajar para que eso no vuelva a suceder. Ojalá seamos capaces hijo…

Nadie ganó nada aquel 11 de marzo. Perdimos todos. Demasiado. Suerte que meses después tú y otros como tú llenariais de esperanza muchos hogares. Sólo la vida es capaz de borrar la herida de la muerte.

Te quiero.

Tu padre