La rosa es única

– No sé por qué me quieres a mi y no a ésa – me dijo la rosa señalando a una compañera de parterre.

– Porque ésa no es tú – le contesté.

– Somos prácticamente iguales. Nadie nos distinguiría con la vista. Necesita lo mismo que yo y su fragancia es la misma. Puede darte lo mismo que te doy yo – insistió.

– A los ojos de cualquiera sois parecidas, sin duda. Pero porque te conozco, te quiero a ti; porque te conozco, he decidido quererte; porque te conozco, ya ninguna otra me serviría; porque te conozco, sé que más allá de la apariencia, la fragancia, las necesidades y los gustos… está el alma y ahí, es ahí, donde ninguna otra se te iguala. Tú eres única.

Mirando a la rosa

Querer a la rosa del Principito es todo un arte. Querer a la rosa del Principito me está enseñando a querer más y mejor.

A veces sólo le doy los buenos días. A veces le canto. A veces sólo le digo que la quiero. Ni siquiera sé si eso le sirve, si la cura, si la abriga… yo creo que sí.

La rosa me ha enseñado el valor de mirar y de besar. La rosa me ha enseñado que a veces no se necesita más que eso. Estar. Mirar. Besar. Sin una palabra. En silencio.

¡Qué feliz me siento con la rosa! ¡Cuánto aprendo a su lado! Querer le hace a uno mejor… haciendo vida constantemente aquellas palabras del poeta Pedro Salinas:

«Por eso
pedirte que me quieras
es pedir para ti:
es decirte que vivas,
que vayas
mas allá todavía
por las minas
últimas de tu ser.»

Amar a la rosa

Ahora entiendo al Principito. Ahora comprendo su sufrimiento. Sólo he tenido que empezar a querer a su rosa para darme cuenta.

¿Es posible amar sin sufrir? ¿Es posible darse sin vaciarse?

Creo que no.

Sufro por la rosa. Sufro con y por ella. Porque yo vivo en ella. Porque yo soy en ella. Porque la miro y me veo a mi. Porque parte de mi corazón es suyo. Porque he decidido vivir en mi epidermis, con los pelos de punta, con ella. Porque la entiendo tanto… y porque dejo de entenderla tantas veces… Porque la conozco mucho y aún me queda mucho por conocerla… Porque es ella. Única.

¡Qué placer más doloroso amar a la rosa!

La rosa del Principito

Yo conocí a la rosa del Principito. Y, efectivamente, quedé cautivado por ella.

La conocí de casualidad y, en un principio, me engañó al hacerse pasar por una rosa cualquiera. Pero cada día, al mirarla, iba descubriendo en ella algo que la hacía, efectivamente, única. No era su forma ni su color sino más bien su fragancia, su delicada manera de presentarse ante el mundo, su sutil belleza frágil… lo que la hacía distinta. Comencé a entender aquello que el Principito decía de su rosa…

Una tarde de mayo, la rosa no quiso mirarme a los ojos. Estaba triste. Y yo me entristecí con ella. Intenté quitarle las orugas, como había hecho el Principito con ella tiempo atrás, pero no funcionó. Lo intenté con el biombo, con el agua del riego… pero la rosa no levantaba la mirada.

– No quiero llorar – me dijo. – Me siento vulnerable, fuera de control de mi misma.
– Eso no es malo – le respondí. – Todos necesitamos perder el control de vez en cuando.
– Vete, por favor – suplicó. – Quiero estar sola.

Y me alejé sin más. El Principito lo hubiera hecho. El Principito sabía administrar los tiempos y leer aquello que es invisible a los ojos: lo esencial.

– Mañana volveré puesto que ella es también mi rosa. – pensé. Y en la claridad de la noche hablé un rato con Dios acerca de la rosa…