Aquel salón de baile olía a historia, a pases quebrados, a madera gastada, a golpes de mambo. Estaba tal cual yo lo recordaba. No había cambiado un ápice. Las bombas caídas sobre la ciudad no habían conseguido terminar con aquel reductor de sana rebeldía. Los espejos estaban rotos y las bombillas no encendían pero mis ojos eran capaces de verme allí gozando con aquellos pantalones negros y algo gastados que usaba para bailar.
Miré con nostalgia cada una de las dependencias del lugar. Aquello ya no volvería y tal vez era mejor así. Cerré la puerta tras de mi, bajé las escaleras y decidí mirar adelante. Tenía toda una vida que reconstruir y no podía hacerlo sobre los recuerdos. Nunca volví.
Las ventanillas estaban bajadas al máximo y el sol me pegaba en la cara. Tú llevabas las gafas de sol y el pelo volaba por encima de tu cabeza. Empezamos a gritar la música que sonaba en la radio. Era la primera vez que nos escapábamos del mundo y estábamos pletóricos.
– ¿Te acuerdas? – te pregunté.
– Claro que me acuerdo – me respondiste. – Mi madre nunca supo nada de aquella escapada. Y se murió sin saberlo…
– Violar las normas es necesario a veces y más con todas las que imponía tu madre… Si no nos hubiéramos fugado aquel fin de semana no sé si hoy estaríamos aquí.
Apagaste la luz y me diste las buenas noches. Yo mantuve los ojos abiertos un rato y luego decidí buscar aquella canción en el MP3. Me puse los cascos y viajé 20 años atrás. Y me dormí con una sonrisa de oreja a oreja.
Al final la vida es como una película, como un serial y, como todas, necesitan de su banda sonora. Hay personas que se pasan la vida bajo las notas de un tema de intriga y misterio que convierte cada instante en un momento lleno de tensión, emoción e incertidumbre. Hay personas que prefieren la música de comedia que barniza de simpatía hasta los malos momentos y los convierte en cómicos. Hay personas que son de himnos, otras de marchas… vidas que parecen compuestas por Vangelis o por Morricone.
Yo hace tiempo que elegí la música instrumental, emocionante, emotiva y cargada de épica que convierte cada gesto, cada persona, cada momento, cada historia… en parte de un magnífico guión único e irrepetible. Y cada vez que esa música suena en mi cabeza soy capaz de cambiar el mundo desde mi más absoluta pequeñez.
Aquella roca había sido mi asiento favorito en los momentos más importantes de mi vida. Mirar al océano de frente y sentir la fuerza del aire en mi cara me ayudaba a decidir. ¿Podía haber mejores compañeros que las gaviotas y la espuma blanca del mar cuando uno tiene que jugarse la vida?
Decidí que sí. Que me iba. Que lo dejaba todo. Con miedo. Con dudas. Con decisión. Uno sólo vive una vez y no estaba dispuesto a vivir con la eterna incertidumbre de si mi futuro y mi felicidad pasaban por ti. Las personas vivimos gracias a nuestras certezas y a nuestras locuras. Aquello era una locura.
Me levanté y abrí mis brazos abrazando todo lo que yo era hasta entonces: mi ciudad, mi familia, mis amigos, mis rutinas… Todo iba a desaparecer. Sentí un escalofrío. Bajé los brazos y me puse en manos de Dios. ¿Hay mejores manos? Y volví andando a casa, tranquilo y en paz.
Saliste de la ducha con una toalla blanca y el pelo suelto y empapado. Me quedé fascinado. No te había visto tan atractiva nunca antes. Temblé mudo y tragué saliva. Te acercaste despacio y sin tocarme con tus manos me besaste. Fue un beso dulce y húmedo. Fue el comienzo de una noche de la que ya nunca saldríamos. Hasta hoy.
El otoño es la estación favorita de mi madre. Con sus hojas marrones, su viento, sus primeras lluvias de la temporada… Tiempo de tardes en casa, de manta en los pies, de olor a castañas, de difuntos y todolosantos. Es tiempo para extrañar el ya lejano verano y empezar a poner los ojos en la Navidad que se presenta en el horizonte.
Otoño. Desapacible. Tiempo de resfriados y catarros, de bizcochos con colacao calentito y de mañanas holgazanas sin despertador.
A mi no me gusta el otoño. Es tiempo de bajada, momento de caída, desaceleración, pausa, recogimiento… Yo soy la primavera alegre, el día que se alarga buscando la eternidad. No me gusta el otoño. Y menos sin mi madre…
Erika vivía en mi barrio. Unas cuantas casas más allá de la mía. La veía pasar todas las mañanas cuando iba al cole, bien de mañana. Aros grandes, minifalda ajustada y una larga melena negra ensortijada. Siempre la misma imagen.
Erika no lo tenía fácil. Su padre llegaba borracho de madrugada, noche sí noche también. Su madre los había abandonado hacía ya 7 meses. Eso se comentaba en la pescadería y en la carnicería. La gente hablaba. Chismorreos. Marujas.
Cuando la policía llegó aquella mañana Erika ya había sentenciado su futuro. Acabar con su padre en un arranque de desesperación la conduciría a la cárcel sin remedio. Bajó esposada. Con la frente en alto. Consciente. Mirada perdida y desesperanzada. Un agente le bajó la cabeza y la metió en el coche.
Erika era una asesina. Cometió una locura. ¿A quién se le ocurre? ¿En qué estaría pensando esta niña? A su padre… por muy borracho que fuera… Eso se comentaba en la pescadería y la frutería. La gente hablaba. Chismorreos. Marujas. ¿Cómplices?
¡He recorrido sus calles tantas veces en mi imaginación! ¿Qué se sentirá al conducir por New York con la canción de Sinatra a todo trapo en la radio?
– ¿Te animarías a pasar las Navidades en New York algún año? – te pregunté. – Debe ser precioso…
– Ahora los niños son demasiado pequeños, luego no tendremos suficiente dinero y, cuando podamos hacerlo, seremos demasiado mayores – me respondiste en tono jocoso.
Sé que te vendrías. En el fondo, tú y yo somos muy newyorkinos, ciudadanos del mundo. Siempre mirando al cielo…
– Estás preciosa – le dije al oído mientras agarraba su mano derecha fuertemente con las dos mías.
– Gracias papá. Tú también estás muy guapo.
– ¿Sabes? Sabía que algún día ésto llegaría. Y estoy contento por ello. Contento por verte feliz. Contento por ver que lo hemos hecho bien contigo. Contento porque lo has hecho bien…
– Papá… me siento rara. – balbuceó bajando la mirada. – Estoy feliz pero no quiero dejarte.
Nos abrazamos fuertemente. Si Isabel hubiera estado allí nos hubiera reñido por arrugar el vestido de la novia. Puse una mano en cada lado de la cara delicadamente y la acaricié suavemente con mis dedos recogiendo sus lágrimas y levantando su rostro.
– Mamá también está hoy aquí contigo. Y conmigo. No me dejas solo. Ella me cuida, a su manera. El amor es lo más fuerte del mundo. Ya lo verás. ¡Anda! Vete al baño y retócate ese maquillaje. El coche nos espera.
Ella fue y yo me senté al borde de la cama. Terminé de llorar mientras te miraba en mi mesilla. Luego me sequé con mi pañuelo y me fui.