Eres capaz de tapar un volcán con tal de que nadie se queme los pies con la lava. Sellas con silicona tu cráter emocional con tal de que no se produzca la erupción y alguien salga herido.
No funciona. ¿No lo ves? ¡No funciona!
¿No te das cuenta de que la erupción se produce de igual manera? ¿No te das cuenta de que la lava sale expulsada de todas maneras? Pero adentro, muy adentro… quemándote el corazón. Y golpeando tu yo más profundo y más valioso.
Déjame que te lo diga. Déjame que te mire y te ayude. Déjame que te quiera…
Estoy solo a la orilla del mar. Son las 6:30 AM y el mundo se despereza y, en no mucho tiempo, comenzará con su trajín de primas de riesgo, bancos en quiebra, recortes injustos, manifestaciones de todos contra todos, gobiernos sin rumbo…
Respiro hondamente sin quitar mi vista del infinito. Es allí donde quiero mirar. Allí, lejos, al albor del sol. Sin más inquietud que la de morir estando vivo; sin más preocupación que la de ser fiel a lo que mi conciencia me exige.
El mar me susurra, me abraza, me acaricia en cada ola. Me llama por mi nombre. Me siento amado, con fuerza.
Un tren silba a toda velocidad. Vuelvo a casa. El mundo me espera, mi mundo…
Se te ve emocionada. Sabes que son tus últimos Juegos Olímpicos, pese a tu juventud. Pero estás cansada. Es mucho el esfuerzo y el sacrificio tan sólo para llegar.
Yo también estoy emocionado. Acongojado. Con un nudo en la garganta. Te quiero tanto…
La medalla ya cuelga de tu fino cuello de cisne. Brilla. Pesa.
La cámara de televisión se deleita con cada una de las del equipo. Guiñas un ojo y mandas un beso. ¡Me ha llegado! ¡Como si estuvieras aquí! Yo te mando uno de vuelta y cuento las horas que faltan para abrazarte.
Esa medalla es el reconocimiento a tu trabajo. Mi cariño va más allá…
Suenan las campanas escondidas en el anochecer de la ciudad tranquila.
Alguna voz sube de la calle. Yo estoy solo en la 102 de aquel hotel a las afueras. Escribo. Escribo y siento.
Siento que estoy en mi sitio, que el mundo es mi casa y los demás, hermanos. Siento que la vida es corta y que no vale la pena derrocharla. Siento que Dios mira desde arriba y llora con el pueblo que sufre. Me siento llamado a algo. No sé a qué.
Silencio en la noche. Ya no hay voces ni campanas. Punto y seguido.
Tu mano subía lentamente por mi cuello. Tus dedos rozaban con deseo mi piel. Mi respiración, acelerada, era testigo de mi excitación. Con la palma entera jugueteabas con los últimos cabellos de la parte de atrás de mi cabeza.
Cada vez te notaba más cerca. Tu perfume llegaba hasta mi. Tu silencio era un grito. Mi cuerpo temblaba. Calambres que predecían el gran terremoto que iba a acontecer.
Cuando tus labios húmedos me besaron, creí ver a Dios. Me dejé besar. Esa fue mi manera de besarte. Sin abrir los ojos. Con mi boca entreabierta. Agotado aún sin haber empezado a amarte. Confuso. Embriagado de ti. Perdidamente enamorado de la mujer con la que cada mañana inauguraba los días. Loco de amor. Decidido a vivir sólo aquel instante.
Sopla un viento desconocido en mi vida. No es viento del norte. No viene tampoco del sur. Refresca y, a la par, despeina. Zarandea las copas de los árboles y sacude los papeles del suelo lanzados tiempo atrás.
Paseo solo esta noche de viento desconocido. Las calles están perfiladas por la anaranjada luz tenue de las farolas. Alguna sombra se cruza en mi camino siguiendo el suyo. Una luz verde de taxi libre en el horizonte. La última ruta de un autobús que ya no trae a nadie. Yo camino sin rumbo fijo, pero sin miedo. Sin miedo.