Tirado en el sofá. Inmóvil. Sin ganas de vivir. Ojos cerrados. Manos abiertas.
Hubiera deseado que la muerte hubiera venido a visitarme en ese mismo instante. La vida se acababa de derrumbar llevándose toda mi esperanza a su paso. No quedaba ningún motivo para que mi corazón siguiera latiendo.
Ya no había marcha atrás. Iban a quitarme lo poco que me quedaba. El deshaucio no tardaría. Era la culminación a meses de sufrimiento, de pastillas para dormir, de robos furtivos en el mercado para comer, de indignidad llevada dignamente, de homicidio social.
Silencio. Aquellas cuatro paredes estaban a punto de venirse abajo…
– ¿¿¿¡¡¡Tres!!!!!????? Ufffff… ¡Qué valientes! Yo tengo dos y ya me llega.
– Pues yo los necesito a los tres. Necesito el buen humor de Álvaro y su pelo de punta recién despertado; necesito los piropos de Inés y sus geniales charlas; necesito ver a Juan decir que sí con un salero inigualable; necesito bailar el waka-waka a corro con los tres y sentir su peso cuando los tres se tiran sobre mi; necesito la ropa de tres tallas y la sensación de que me faltan armarios; necesito tres pares de ojos de tres colores distintos; necesito la manera que cada uno tiene de abrazar; necesito ir en bici con Álvaro y pintar con Inés; necesito enseñar a acariciar a Juan y necesito saber que puedo amar a tantos y que tantos se llaman hermanos. Yo los necesito a los tres.
Nunca miró a la muerte de frente. Le tenía miedo. Miedo a lo desconocido. Miedo a un final definitivo. Miedo a dejar de vivir. Y rabia. Mucha rabia por no poder disfrutar de los placeres terrenales que tanto le gustaban.
Verlo en aquella cama, agotando las últimas horas de su biografía no era plato de buen gusto para casi nadie. Excepto para mi.
Yo siempre miré a la muerte de cara. Nunca le tuve miedo a nada que fuera irremediable y la muerte lo era. Había pasado tanto miedo en vida, pese a mi edad no tan avanzada, que nada podía sorprenderme ya.
Cogí una silla y me senté a su lado, bien pegado al lecho. Le agarré la mano y le miré con cariño. Y supe que él había captado, pese a tener los ojos ya casi cerrados, la confianza con la que yo afrontaba aquel su trance. Y esbozó una sonrisa. Y murió. En silencio. Sin aspavientos.
Le besé la mano, aún tibia, me levanté y me fui. ya no podía hacer nada mejor por él. Sabía que su viaje no había hecho más que comenzar y que, algún día, volveríamos a vernos.
Cada vez que sonreía irradiaba la energía más potente que el ser humano había sido capaz de imaginar nunca.
Su pelo era liso, fino, suave. Sus manos delgadas. Sus dedos largos.
No se podía mover de cintura para abajo. Aquel accidente la había partido en dos.
Yo la visitaba cada viernes. Lo necesitaba. No podía dejar de hacerlo.
Escucharla era como nadar con los cisnes de Tchaikovsky. Mirarla era el mejor antídoto contra la tristeza. Era como estar frente a un ángel. Tal vez lo era. Mi corazón palpitaba y reposaba en ese palpitar. Olvidaba el mundo que existía tras aquella silla. Toda la bondad del hombre chispeaba inmóvil sobre aquel artilugio con ruedas.
A veces pienso qué sería de mi vida si no hubiera cogido aquel tren. ¿Cómo serían mis días? ¿Qué sería de mi? ¿Dónde viviría? ¿En qué trabajaría? ¿Estaría casado? ¿Tendría hijos?
Hoy, sentado frente a la ventana de mis decisiones, contemplo con asombro y mimo las elecciones que asumí, los caminos que decidí andar. Son los únicos que existen. El resto son parte de la imaginación.
Son esos caminos los que me han permitido conocer quién soy. Son terreno sagrado.