El mundo se moría de hambre a mi alrededor pero yo procuraba no enterarme de las malas noticias. Me disgustaban.
Esa noche tenía un baile de disfraces en casa de la condesa y no pensaba faltar. Sólo se vive una vez. Me pondría los pendientes de diamante que me había traido Carlos de Sudáfrica y aquel vestido azul que me había comprado en París el año pasado. Y ninguna joya al cuello. El escote ya lo decía todo.
Me gustaba ser el centro de atención y que los hombres de todas las mujeres se fijaran en mi y me desearan. Me hacía sentir poderosa aún sin haber ganado elecciones ni ser poseedora de grandes conglomerados empresariales. Yo sabía que en eventos de ese tipo yo podía pedir cualquier cosa a cualquiera y se me concedería…
El mundo de moría de hambre y a mi… me daba igual.
Rompí aquel papel que me habías dejado en la cocina. Y eché a llorar.
Descubrir que toda nuestra vida había sido una farsa me desgarró el alma. Morí allí mismo, aplastado por toda aquella mentira en la que viví felizmente los últimos 6 años.
No tuve fuerzas ni para desearte mal. Ni para llorar. Ni para acabar con todo.
La música me la enseñó a amar mi madre, mi mamá. En casa siempre había música. De toda clase y condición. Siempre la radio sonando.
Y desde que la conocí… no puedo desengancharme.
La música es mi compañera más fiel en días como el de hoy, emocionalmente desbordantes y descontrolados. Hoy rei y lloré. Me emocioné sobremanera. Sentí fuego, rabia, dolor, alegría…. Un ciclón de sensaciones… Y la música ahí estuvo, acompañando y poniendo ritmo a cada momento.
Es mi dueña y señora, y mi amante a la vez, como decía Juan Pardo…
Yo no soy sin música. No soy casi nadie, casi nada. Me gusta cantar. Me gusta bailar. Me gusta escuchar. Me hace feliz. Me hace sentir pleno y vivo.
En días como el de hoy me acuesto cansado. Agotado. Casi vencido. Pero aún siendo casi las 3 de la madrugada… yo me despido del mundo con mi música, canturreando y emocionándome. Así soy yo. Así me han hecho. Así me he construido.
Le diría TE QUIERO a todas esas personas especiales. Abrazaría sin parar a mis hijos. Besaría con pasión a mi mujer. Acariciaría a mis compañeras de camino especiales, las miraría a los ojos y moriría también por ellas por un instante… Me escaparía con mi hermano al fin del mundo y, por último, rescataría ese gran radiocassette gris del baúl del recuerdo y, en la cocina de mi casa de Coruña, me escondería con mi madre, subiría el volumen y me abandonaría a cantar junto a ella «Como una ola» de la Jurado.
Te digo que no tenía cara ni cuerpo. Ni vestía ropa ninguna.
Te digo que lo he visto, no me lo invento.
Te digo que no era ni blanco ni negro, ni hombre ni mujer.
Te digo que lo he visto, no te mentiría.
Te digo que era Dios. ¡Sí! ¡Dios mismo! ¡Yo lo vi! En la partitura del primer violín, en la batuta ligera del maestro director, en la tensa espera de los platillos, en el retumbar grandioso de los timbales, en los ojos vidriosos del anciano de la butaca de al lado, en el incesante movimiento de mi hijo, en mi pelo de punta y en tus ojos del color de la felicidad más absoluta.
Agarro tu cara con mis dos manos, con cuidado. No quiero más que acariciarla y protegerte.
– Estoy cansada. Siempre es de noche. – dices débilmente.
– La noche es el preludio de la mañana, la pregonera del sol. Cuanto más se prolonga, menos le queda de vida. Todo muere. la noche también. – te susurro mirando tus ojillos.
– Eso es fácil decirlo… La teoría me la sé tan bien como tú. Es la quemazón del alma la que me duele… – replicaste airadamente.
– Dios se hace grande contigo. Es en esa noche, en esa quemazón, en ese dolor y tormento… donde Él te cogerá en sus brazos y te salvará. Es justamente cuando menos podemos nosotros cuando Él es capaz de más…
Te besé en la frente y nos despedimos. Una noche más.