¡Ciegos! (Mt 23, 13-22)

Lo más cercano que tengo a una de esas escenas de Jesús cabreado es gracias a la película de Zeffirelli. Un Jesús tremendamente enfadado gritando con autoridad y haciendo resonar en el Templo esas contundentes acusiones: «¡Ciegos! ¡Guías ciegos!» Es fuerte eh. Me cuesta imaginármelo porque es fuerte. Cualquiera de nosotros gritando lo mismo ante algún obispo seríamos causa de escarnio, de detención y, casi, de excomulgación. Para Jesús lo fue también. Pero Jesús estaba harto de palabrería, de discursos vacíos, de moral manipulada, de un fanatismo cuyo objeto era oprimir a los más débiles y controlar sus vidas a base del miedo.
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Creo que no han cambiado demasiado las cosas en este sentido y lo afirmo desde el respeto y el amor profundo a mi Iglesia, a la Iglesia que formo, que construyo y a la que pertenezco. Sigo viendo cómo nuestra Buena Noticia no se transmite como tal en infinidad de ocasiones y cómo «la liberación de Jesús» se convierte en una losa difícil de mover. Cargamos a las personas de obligaciones, de doctrina moral, de normas, de mandamientos… todos aderezados con sus correspondientes amenazas, con amenazas incompatibles con un Dios Amor que ama, respeta, cuida, mima y acompaña. Sigo oliendo a hipocresía en multitud de discursos puritanos y exentos de realidad y de verdad, sobre todo en lo que a sexualidad se refiere. Sigo comprobando cómo colamos un mosquito y nos tragamos un camello. Me sonroja ver a los cristianos en la calle manifestándose contra un gobierno por una serie de leyes y cómo esos millones de los que tanto nos gloriamos desaparecen a la hora de compartir su dinero, su tiempo… a la hora de exigir medidas de justicia, a la hora de exigir medidas contra la pobreza, el hambre…

Hoy mismo un compñaero de trabajo me contaba el caso de una amiga suya que se iba a vivir con su novio. Ella tiene 32 años y su vida amorosa fue un calvario hasta que encontró a este chico. Su madre siempre fue una controladora obsesiva que no hizo más que torpedear su autoestima y su confianza. Ahora no le habla. La madre, católica de misa diaria, no asume esa situación en pecado de su hija, a la que mi compañero se refiere como una excelente y buena persona. Así seguimos. ¡Ciegos! ¡Ciegos! ¡Ciegos!

Un abrazo fraterno

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