Estos son mi madre y mis hermanos (Mt 12, 46-50)

Recuerdo con cierta diversión la opinión que yo tenía acerca de la «comunidad» hace unos 8 años. Llegaban a mi abrumadores mensajes acerca de que una persona que quisiera crecer en la fe tenía que formar parte de una comunidad. Un catequista como yo tenía que estar dentro de una comunidad. Y recuerdo el rechazo que me producía la simple sensación de «obligatoriedad» de esa manera de vivir mi fe. A la vez, y viendo desde fuera, percibía cosas de las comunidades que tenía alrededor que no me gustaban nada: era como si uno pusiera su vida en manos de otros, como si otros pudieran disponer de la vida de uno y decirle qué podía y qué no podía hacer, dónde tenía que ir… De todas maneras mi rechazo no me llevaba al desinterés y viendo que en verdad había mucha gente querida y valorada que así opinaba yo no dejaba de preguntar a uno y a otro. Tal vez cuánto más preguntaba menos entendía y con más argumentos racionales en contra me cargaba. ¿Por qué una familia, si en esta se vivía la fe, no era ya una comunidad, por qué tenía que buscar algo más? ¿No era mi pertenencia a la Iglesia una manera de vivir ya la fe en comunidad?

Cuando Esther y yo empezamos a salir ella pertenecía a una comunidad, la Comunidad S. Pablo, cuyos miembros conocía por haber surgido todos de los procesos de grupos de fe de la Escuela Pía. Sin discernimiento previo y por la simple razón de compartir la fe en un mismo ámbito con la persona a la que quería decidí meterme. La experiencia no fue buena. La comunidad, por diversas razones, se rompería al poco tiempo. Pero las catequesis matrimoniales que recibimos en casa de F y S, acompañados por ellos (que ya eran matrimonio) me llevarían a jugármela y hacerles saber a todos ellos de mi disposición a mantener esos encuentros de oración semanales después de la boda. Mis razonamientos no fueron freno para mi capacidad de apostar por algo que podía ser realmente hermoso y fructífero. El «venid y veréis» de Jesús se estaba haciendo vida en mi.
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Meses después, en Cercedilla, los 4 decidimos darle forma y oficialidad a una experiencia de vida comunitaria que ya se estaba dando. Betania nacía así con un germen importante, sin grandes pretenciones organizativas ni programativas sino con el claro propósito de hacer vida juntos centrándonos en la escucha de la Palabra y en la puesta en práctica de lo escuchado.

Cuando la Palabra de hoy llega a mis oidos y a mi corazón no puedo más que mirar a mi comunidad y afirmar, con Jesús, «éstos son mi madre y mis hermanos». Es algo que sobrepasa todo razonamiento. Ya lo dice Carlos G. Vallés en uno de sus libros: «Comienzo a caminar y todas las preguntas del camino desaparecerán». Ninguna de mis preguntas fueron respondidas. Ninguno de mis miedos fueron mitigados. Nadie me convenció al respecto. Es el camino y la vida compartida junto a mis hermanos la que hace que ya no me importen esas preguntas, que ya no me inquieten esos miedos, que ya no necesité ninguna explicación bien argumentada. En Betania, mi comunidad, me siento amado y aceptado, escuchado y confrontado. Es, pues, concretar el amor de Dios en mi vida. En Betania ésto sucede. ¡Éste es el milagro!

No voy a convencer a nadie con mi experiencia pues era eso mismo lo que a mi me echaba para atrás. Pero sí tengo claro, ahora y tras parte del camino andado, que el «jugarse la vida» que propone Jesús no es posible sin hacerlo concreto, con gente concreta, con compromisos concretos y con la vida de uno, transparente y auténtica, encima de la mesa dispuesta a ser compartida y gastada por y para otros.

Un abrazo fraterno

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