¡Hay que ser valientes! (Hch 4,23-31)
No hacía demasiado frío. Montgomery, en Alabama, no es un lugar especialmente frío en diciembre. Aún no había llegado el invierno cuando Rosa Parks se subió a aquel autobús de vuelta a casa. ¿Quién le iba a decir que aquel día mostraría al mundo su valentía?
No andaban las cosas bien en Sudáfrica cuando en 1995 el presidente Mandela toma la decisión de apoyar a los «Springboks», el combinado de rugby de su país formado mayoritariamente por blancos que no le apoyaban y que era, además, diana de odio y venganza de los negros sudafricanos que vivieron durante años el «apartheid». ¿Quién le iba a decir que aquella decisión lo cambiaría todo, que mostraría al mundo su valentía?
Allá por el siglo I, entre los seguidores de Jesús de Nazaret, el Señor, cundía el miedo y la prudencia. El Maestro había sido llevado a la cruz por el Sanedrín, con el beneplácito de Pilato. ¡Pero el Señor había resucitado, ellos se habían encontrado con Él! ¡Y necesitaban contarlo al mundo! Y pidieron ser valientes… y lo fueron. Salieron a predicar.
No es muy diferente el tiempo que nos ha tocado vivir a nosotros. Siempre pensamos que es un momento único en la Historia y llenamos nuestra época de adjetivos: la etapa de mayor prosperidad, la peor pandemia de la historia, la crisis global más grave, el cambio climático más tremendo, el tiempo de mayor paz en el mundo…
Los telediarios y los noticieros intentan convencernos de que somos especiales y de que el pedazo de Historia que nos ha tocado está plagado de originalidad. ¡Sí! ¡Eres el centro! ¡Eres especial! Cuando uno revisa los siglos que le han precedido (a veces no hace falta más que ir unos cuantos años atrás) se da cuenta de que cada época, cada instante, cada generación, cada lugar, ha tenido que demostrar estar a la altura de las circunstancias, de las luces y sombras que caracterizaron su «pedacito» histórico de existencia. Así que no exageremos tanto.
Lo que sí es cierto es que el mundo siempre ha necesitado de valientes. La valentía es ese don que cabalga entre el heroísmo y la temeridad. Los prudentes y cobardes la infravaloran; los alocados y atrevidos, la maquillan y la visten de gala. Pero ¿es la valentía algo de lo que gloriarnos o arrepentirnos? ¿Es mérito o demérito nuestro ser o no ser valientes?
Toda acción valiente requiere de una fuerza especial que brota de lo profundo. Es una fuerza difícil de explicar ya que llega un día, pese a no haber aparecido en días similares anteriormente. No es fruto de un razonamiento muy sesudo ni de una ligereza imprudente. La valentía es una voz que sale del alma y que grita al mundo aquello que es justo y verdadero. Es nuestra y, a la vez, es autónoma y libre. No se deja poseer. Es un vendaval que llega, con ruido o en silencio, y que se va tras haberlo cambiado todo. Es don más que tarea y sólo requiere de nosotros tener el corazón a punto, con la mecha al acecho, para que la chispa prenda y todo salte por los aires.
Los valientes de verdad no dan entrevistas ni se glorían de sus actos. Saben que han recibido la fuerza necesaria y que, únicamente, la han dejado actuar. Los valientes de verdad suelen serlo porque no tienen un gran concepto de sí mismos y porque prefieren ser planetas que Sol. Se reconocen necesitados de otros, mendigos de amor y perdón. Los valientes de verdad son aquellos bienaventurados que, en su pequeñez, descubren a Dios y le dejan hacer, por el bien de otros, por el bien de todos.
Ojalá estemos a la altura de nuestras circunstancias. No porque seamos mejores que nadie sino porque pidamos ser valientes y se nos conceda.
Un abrazo fraterno – @scasanovam
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