Id al mundo entero (Mc 16, 9-15)
Me gusta mucho viajar. Considero que es una de las tareas, actividades o experiencias que más enriquecen a un ser humano: le abren la mente, le hacen disfrutar de paisajes o lugares insospechados y le provocan inevitablemente un viaje interior que transforma un poquito de su ser. Pero también siempre he tenido claro que no me gustaría conocer lugares exóticos y lejanos y desconocer las maravillas de la ciudad donde vivo: ¿no es paradójico conocer maravillas tibetanas y no haber presenciado la puesta de sol en algún lugar mágico a la vuelta de la esquina? Creo que es esa tentación humana, al menos mía, de intentar escapar de lo que tengo al lado para sentir que no existe la cotidianeidad, la rutina, lo de siempre. Y no es sano. De poco vale. Más nos valdría dedicar las energías a cambiar nuestra mirada y a convertir en mágicos muchos de los rincones, pueblos o ciudades cercanos a nuestro lugar de residencia.
Toda esta introducción me ha venido a la mente tras leer el evangelio… ¡Id al mundo entero! ¡Qué bien plantearme ser misionero! ¡Mártir! ¡Ir a tierras lejanas, a proyectos distintos…! En otros eso es una llamada, una vocación. Es mi sería un escape. Mi «mundo entero», por ahora, no sale de Madrid y alrededores. Mi «mundo entero» es el de siempre. Eso es lo que me estorba. Eso es lo que no me gusta. Eso es lo que desecho. Prefiero otras cosas, otras gentes… pero NO. La palabra de Dios para mi hoy es más bien esta: «Vuelve del mundo entero y proclama el Evangelio en tu casa». Dios me conoce… ¡ay si me conoce!
Un abrazo fraterno
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