La rosa y el agua
Mi rosa es muy delicada y fácilmente pierde su color rojo intenso y su esbelta y frágil figura. Es tan delicada que un sólo descuido puede echar al traste meses y meses de excelentes cuidados.
En verano, el calor es sofocante en nuestro planeta y mi rosa necesita que redoble mis esfuerzos. Los cuidados van en función de lo que la rosa necesita en cada momento y, bajo este sol de justicia, mi rosa necesita mucha más agua. Cualquiera sabría ver esto. No tendría más que coger una regadera y proporcionarle aquello que la rosa pide a gritos. Pero yo conozco a mi rosa y sé que no es bueno para ella. No así.
Mi rosa y yo hemos aprendido, ya hace tiempo, que cuidar también necesita de tiempos, de silencios, de esperas y que, no por mucho correr, nos cuidamos mejor el uno al otro. Por eso yo, cada día, espero a que el sol desaparezca para regar a mi rosa. Sé que, en la noche, mi rosa está casi desfallecida y que mucho le ha costado luchar en las horas de sol. Pero también sé que en el silencio de la noche, bajo la luna, en la soledad de quién se sabe acompañado, es cuando mi rosa mejor recibe el agua que le doy. Si la regara de día, el sol rápidamente neutralizaría el agua, dejaría sin efecto sus bondades y mi rosa, incluso, podría llegar a quemarse. ¿Es posible quemarse siendo cuidada? Es posible…
Cuidar es un arte y, como tal, no depende tanto de la buena voluntad del artista como de sus horas de aprendizaje con el pincel.
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