Los ataúdes que llevamos a hombros (Lc 7,11-17)
A veces se nos escapa la vida. Se nos mueren recuerdos, sueños, ilusiones, anhelos, esperanzas. Se queda sin voz aquello que más nos hace sentir vivos. El silencio embarga el horizonte y asumimos, con tristeza, que toca enterrar a alguien, a algo.
Jesús ve vida donde nosotros vemos muerte. Jesús es el que resucita, el que devuelve la voz, el que vuelve a poner en pie, el que convierte un entierro en un desfile de gozo y alegría. Jesús es el Señor de la plenitud, de la felicidad; el que escucha nuestros llantos y se cruza en nuestros caminos. El que se acerca y toca nuestras heridas, nuestras muertes particulares, nuestros fracasos profundos, nuestras pérdidas irreparables… y nos coloca de nuevo en el centro, nos inserta de nuevo en la comunidad, restituye nuestra dignidad, cicatriza la herida abierta.
Hoy Señor, que te cruzas conmigo en este ratito de oración, pongo delante de ti todo eso que tengo a pie de cementerio. Pongo a ti mis dificultades, compartidas hoy con un hermano. Pongo ante ti mis expectativas frustradas. Pongo ante ti mis incapacidades con los que quiero. Pongo ante ti la soledad que no soy capaz de acompañar de aquellos que me rodean. Pongo ante ti mis heridas calladas, dolorosas y llevadas en silencio. Pongo ante ti el sueño tambaleante y, también, hoy especialmente, mi miedo a fracasar.
Toca mis ataúdes. Tócales y devuelve a la vida lo que contienen.
Un abrazo fraterno – @scasanovam
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