MR 59

Ella era dulce como una gota de agua.

Cada vez que sonreía irradiaba la energía más potente que el ser humano había sido capaz de imaginar nunca.

Su pelo era liso, fino, suave. Sus manos delgadas. Sus dedos largos.

No se podía mover de cintura para abajo. Aquel accidente la había partido en dos.

Yo la visitaba cada viernes. Lo necesitaba. No podía dejar de hacerlo.

Escucharla era como nadar con los cisnes de Tchaikovsky. Mirarla era el mejor antídoto contra la tristeza. Era como estar frente a un ángel. Tal vez lo era. Mi corazón palpitaba y reposaba en ese palpitar. Olvidaba el mundo que existía tras aquella silla. Toda la bondad del hombre chispeaba inmóvil sobre aquel artilugio con ruedas.

Ella… me parecía la mujer más preciosa del mundo.

 

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