No mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo (Jn 3, 13-17)
Hay veces que uno tiene la sensación contraria, la sensación de que la fe y Dios se usan para condenar, atormentar, amargar, atemorizar y destruir. A veces simplemente basta con la manera de hablar, de decir las cosas, de referirse a otros. Compruebo como dentro de la propia nos despellejamos unos a otros. Y no soy exagerado: nos despellejamos. Bueno, yo no. Y no es una excusa. Es simplemente la realidad. Contemplo entristecido como las personas que decimos ser seguidoras de Cristo luchamos por imponer nuestra verdad. nuestro Cristo. Lo mejor es ir a la Palabra, sin duda. La Palabra acepta pocas manipulaciones si uno la frecuenta y la ora. Jesús no vino a condenar sino a salvar. No vino a relacionarse con justos sino con pecadores. Si con alguien fue duro fue con la jerarquía judía. Si con alguien fue tierno y comprensivo fue con las prostitutas, los enfermos, los leprosos… Jesús vino a salvar. Jesús buscaba a los perdidos, a los infelices, a los impedidos, a los separados. Los buscaba y los «curaba». Les hacía llegar la Buena Noticia. La gente no cambiaba porque la mirada de Jesús fuera de un azul penetrante. La gente cambiaba, la gente se curaba porque esa Buena Nueva estaba llena de amor, de esperanza, de posibilidades de cambio… Un hermano mío lo expresa perfectamente en su blog hablando de la escuela. Salvar es estar abierto a la novedad del otro, a la posibilidad del otro, a la capacidad de cada uno de enderezar la vida, de ser uno mismo.
Hoy condenamos demasiado. Y apoyándonos en Dios. Esto es tal vez lo más grave. Motivo de escándalo.
Un abrazo fraterno
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