Es una pregunta recurrente. Y la verdad es que no sé por qué. Jesús creo que lo dejó clarísimo con su parábola del samaritano. Y también lo dejó claro Benedicto XVI en su encíclica de «Dios es amor«. Mi prójimo es todo aquel que me encuentro en el camino. Todos. No sólo los conocidos. No sólo la familia. No sólo los vecinos. No sólo el pobre de la puerta de la Iglesia. No sólo los amigos. No sólo los hermanos de comunidad. Todos ellos. Sin exclusión. Cualquier hombre y mujer que, en mi camino, me encuentre sufriente, herido, alejado, perdido… es mi prójimo necesitado de ayuda, es mi prójimo, Dios mismo.
Uno de los cambios que experimentó mi corazón y mi mente al leer «Deus caritas est» es la convicción de que, como apóstol de Cristo, estoy llamado más a atender al prójimo concreto que a cambiar las grandes estructuras del mundo. Tal vez lo segundo sea una consecuencia de lo primero. Lo que no tiene sentido es que pase de largo ante un hijo de Dios que sufre porque estoy dedicado a «cosas mayores». Al que tiene hambre, debo darle de comer. Al que está enfermo, debo acompañarle y cuidarle. Al que necesita escucha debo procurarle mi oído y al que no es capaz de caminar, ofrecerle mi apoyo. Aunque tenga que desviarme de mi camino por un tiempo, prima el amor al prójimo. Siempre. Lo contrario es un error. No es lo que enseñó Jesús.
Salgamos a la calle y seamos capaces de mirar y ver. Yo el primero.
Un abrazo fraterno