Me está encantado la lectura veraniega que cada día nos presenta el AT. Una vez más compruebo que, lejos de ser palabras caducas y vacías, la historia de Moisés y el pueblo de Israel es la historia de cada uno de nosotros, de la humanidad.
Moisés también siente, padece, no entiende y se cansa de ser el elegido, el pastor, el liberador. Creo que todos hemos experimentado sentimientos parecidos en nuestra labor evangelizadora. Es algo que llega. Es el desierto particular de todo aquel que sale a la misión y trata de acompañar a alguien hacia «la tierra prometida».
El sentimiento de Moisés es propio pero se expande en dos direcciones. La decepción y la tristeza al comprobar cómo el pueblo liberado no entiende absolutamente nada, cómo se queja incluso de haber sido liberado, cómo actúa injustamente contra él y contra Dios. Es terrible comprobar pese a cómo Dios cambia la vida de las personas, las rescata, las salva y obra el milagro cada día… las personas nos olvidamos rápido y sólo buscamos nuestra propia satisfacción. Por otro lado, Moisés se dirige a Dios tremendamente airado y enfadado. Él, que ha dicho sí y ha decidido dar la vida por ponerse al servicio de Dios, por volver a Egipto, por abandonar su cómoda vida, por jugarse la vida, por acompañar y conducir a todas esas personas… se ve frustrado, solo, abandonado por Aquel que le ha enviado.
El Evangelio nos presenta la versión actualizada. Unos discípulos desbordados y agobiados antes una muchedumbre hambrienta con la que no saben qué hacer… y un Jesús que se hace presente pero que deja a sus amigos la labor de dar de comer.
Hoy, Señor, te ofrezco también mi cansancio en la misión, en tu tarea, mi incomprensión y mi falta de entendimiento tantas veces… Acógelo, acompáñame y dame tu bendición para que todos queden saciados.
Así sea.