Claro que el ayuno es una práctica recomendada, indicada y prescrita dentro de la Iglesia católica para varios momentos, incluso como práctica habitual. Muchos dicen que ayuda al crecimiento espiritual. No lo dudo. No pretendo cuestionar eso. Tras el titular de hoy se esconde, sin embargo, algo mucho más importante. Y es que el Reino de Dios que nos trae Jesús no va tanto de esfuerzos personales como de disposición a acoger su persona.
Curioso como el Evangelio nos presenta a un Jesús, que pese a ser judío y estar muy cercano a la predicación de Juan, toma distancia de las prácticas de sus discípulos y de los fariseos. No tanto para generar nuevas tendencias ni como estrategia de liderazgo político, sino porque el Reino de Dios que Él viene a anunciar es otra cosa. Y Él lo sabe con certeza, con confianza y con autoridad. Lo sabe de tal modo que no vacila cuando otros le preguntan por tal novedad.
El Reino de Dios no se asalta. No se toma con esfuerzos personales. El Reino no va de méritos, ni de medallas. El Reino de Dios no es ganado ni alcanzado por nadie por sus propias fuerzas, bondades y sacrificios. El protagonismo no está en nosotros. Nosotros no nos ganamos el cielo. No se nos da un carnet de puntos que será chequeado en el juicio final. El Reino que Jesús presenta es un Reino que se desborda, que se regala, que se ofrece. Él viene a invitar a todos al gran banquete. A todos y cada uno. Por pura iniciativa, por pura misericordia, por puro amor. Por eso no es una mesa de puros, de cumplidores, de buenos y justos. Es una mesa donde todos tenemos sitio pese a nuestras infidelidades, incoherencias, injusticias, indiferencias, egoísmos.
La novedad radical del amor de Dios no cabe en antiguos esquemas de leyes y scores. Todo eso salta por los aires.
Un abrazo fraterno – @scasanovam