Obreros avergonzados (Mateo 9, 32-38)
Extenuadas y abandonadas. Así se encontraba Jesús a muchas personas, hombres y mujeres, con las que se cruzaba en los caminos o al entrar en pueblos y aldeas. Así nos las encontramos también hoy, a poco que abramos un poco los ojos. Ayer, el Papa Francisco, nos lo recordó en Lampedusa.
Este Evangelio de los obreros y la mies ha sido casi siempre utilizado interpretándolo como una petición de vocaciones sacerdotales o religiosas y está claro que son tremendamente necesarias e insustituibles. Pero yo creo que podemos leer este Evangelio de manera más amplia: es una llamada a que, como cristianos, demos respuesta a toda esa gente, extenuada y abandonada. ¿Qué respuesta? Pues justamente lo contrario: descanso y alimento, compañía y hogar. Todo eso estamos llamados a ser.
Que el Señor me permita ser descanso. Que aquél que se encuentre conmigo pueda reposar sobre mi, dejarse caer sobre mi. Que pueda yo proporcionar alimento material y espiritual, hablarle de Dios de manera que su vida empiece a ser sostenida por Otro, que sus ojos empiecen a mirar al horizonte con esperanza.
Que el Señor me permita ser refugio, mano tendida, compañero y hermano de todo aquel que ha sido abandonado por todos los demás. Hermano del anciano, del niño, del pobre, del enfermo, del molesto, del distinto, del que no sabe lo que es ser amado por alguien. Que mi presencia le acerque a Cristo y que, en mi abrazo, encuentre el abrazo del Dios que lo ama más.
Yo quiero ser obrero, curtir mi piel al aire, abrasarme bajo el sol implacable, ser parte de la construcción del Reino de Dios y del Cuerpo de Cristo.
Un abrazo fraterno