Los miopes no ven a Dios (Marcos 10, 46-52)
Yo he sido miope, un gran miope, hasta que hace 4 o 5 años me operé con láser y pude dejar de llevar gafas. Lo recomiendo. ¿Por qué? Porque poder VER es maravilloso, así de claro. Ir a la playa y distinguir a mis hijos en la orilla o en el mar, jugar al fútbol por la noche y ver la pelota y distinguir a mis compañeros… Una maravilla, vamos…
Mi experiencia como miope se puede resumir en un amanecer cualquiera de cualquier día. Es la experiencia de quién no es capaz de percibir la realidad con claridad, de quién ve borroso, de quién sólo distingue bultos, de quién necesita, lo primero, echar mano a la mesita de noche y agarrar las gafas. Sinceramente, se aprende a vivir con ello pero no es nada agradable. Uno es esclavo de las muletas artificiales para la visión. Unas gafas rotas, una lentilla perdida, en el lugar equivocado, en el peor momento, puede llegar a generar mucha angustia.
Poder ver, sin muletas, da libertad, seguridad, confianza. Poder ver hacer que el mundo y la vida sean más bonitos.
En la fe, también me pasa lo mismo. Soy un miope, ¡incluso ciego!, que no es capaz de ver con claridad y libertad hasta que dejo entrar a Jesús en mi vida y dejo que me opere con su láser de gran precisión, con ese amor tan efectivo en quirófano. A veces me sirvo de muletas que me ayudan a ir tirando: compañías adecuadas en un momento de dado, un retirillo por aquí, una misa por allí, un buen libro, un voluntariado que me llena… Todo eso está muy bien pero se va, desaparece, no arregla el problema de visión en sí mismo. Hay que ir más allá. Hay que ponerse en manos de Jesús y dejar que sus manos nos devuelvan a la vida. Las primeras horas queman, duelen, molestan… Pero los ojos van recuperando poco a poco su fuerza para mostrar, finalmente, una claridad insospechada. La vida ha cambiado.
Te animo a operarte, miope. Los miopes no logran ver a Dios. Van al bulto y nuestro Dios es un Dios del detalle. ¡A por ello!
Un abrazo fraterno