Ayer mi hijo mayor trajo una nota del profesor. Había tenido un día regular en clase. Falta de atención, poca concentración… Uno, como padre, intenta darle la importancia justa y, como conozco a mi hijo, intento que la balanza entre el refuerzo positivo y la «regañina» esté bien equilibrada. Pero luego, cuando ya salgo de su habitación, tras hablarlo con él, me quedo con lo mío. Y me pregunto qué hacer, y cómo ayudar, y cómo conseguir, y cómo afrontar y lo hablamos con mi mujer… Los hijos son una fuente de preocupación continua.
Otro de ellos sufre mucho de los oídos y la sensación, en los días pasados, de ver cómo, a causa del tapón de mocos en el oído, preguntaba continuamente al hablarle «¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?»… pues no es agradable. La mera posibilidad de que una tendencia se convierta en un problema serio pues me llena de intranquilidad, de desasosiego.
Y el ansia de perfección de la niña y su mala gestión emocional cuando algo le sale mal y no es capaz de demostrarle al mundo que ella lo hace todo perfecto. Y sus miedos y sus bucles de los que a veces sale con dificultad…
¡Cuánto trabajo! ¡Cuánto sufrimiento! ¡Bendito trabajo! ¡Bendito sufrimiento! Todo por amor. Es lo que tiene amar sin condiciones y con todo el ser por entero, sin reservas.
Hoy leo el Evangelio y me pongo en la piel de ese Padre que sufre por cada uno de sus hijos. Y pienso en su dolor viendo y escuchando nuestras peticiones, nuestras penas, nuestro grito… Y comprendo, porque lo sé, que estará haciendo todo lo posible por nuestro bien. No tengo ninguna duda. Si yo, como padre, lo hago… ¡cuánto más Él!
Un abrazo fraterno
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